Reflexiones sobre la
educación: La escuela de la noche William
Ospina
¨Hay
preguntas ingenuas, preguntas tediosas, preguntas mal formuladas, preguntas
planteadas con una inadecuada autocrítica. Pero toda pregunta es un clamor por
entender el mundo” Carl Sagan, El mundo y sus demonios
En
algún momento de su retiro en los bosques de Walden, Henry David Thoreau le
contó a un campesino que Platón había definido en Atenas al hombre como “un bípedo
sin plumas”, y que Diógenes, el cínico, para burlarse de aquella definición,
había desplumado una gallina y la había soltado por la Academia gritando: “Aquí
está el hombre de Platón”. El campesino, después de oír con atención el relato,
en lugar de reír, dijo pensativo: “Tal vez ha debido añadir que las rodillas se
doblan en sentido contrario”.
Siempre
vuelve a mí esa historia cuando reflexiono sobre el saber, y pienso que tal vez
está encerrado en ella mucho de lo que se puede decir sobre los sabios y sobre
su conocimiento. Muy a menudo la gente común, que no tiene instrucción académica,
ni títulos, hace observaciones más sensatas sobre la realidad que los sabios y
los profesores. Pero es que nuestras ideas de la sabiduría y del conocimiento,
y toda nuestra pedagogía, reposan sobre supuestos harto esquemáticos y
formales. Se piensa que los seres humanos llegamos al saber exclusivamente por
el camino de la educación académica, y que la educación consiste en apartarnos
de todo lo que éramos originariamente para inscribirnos en una tradición establecida
e ilustre; cambiarnos las falsas nociones por nociones verdaderas, brindarnos
información sobre el universo, adiestrarnos, corregirnos. Antes del estudio, se
piensa, sólo hay en nosotros error y torpeza.
Lo
que originalmente somos tiene mala fama. Recuerdo una historieta en la que una
niña se queja de que la publicidad, cuando quiere decir que hasta una persona
torpe puede manejar cierto instrumento, dice: “hasta un niño puede hacerlo”.
Sin embargo muchos estudios modernos nos recuerdan que hay en los niños unos
talentos y unas destrezas que ya se quisieran los adultos. He oído contar la
historia del desciframiento de los glifos mayas, y del papel que jugó en esa
labor de reconocimiento de una escritura la presencia de un niño. Un chico de
diez años, hijo de una pareja de arqueólogos y lingüistas, los había acompañado
a Tikal o a Palenque, y mientras el grupo de profesionales se reunía para
intercambiar información y conjeturas, el niño jugaba entretenido entre las
ruinas. En algún momento, cuando estaban en una discusión intensa sobre las
estelas de piedra, el niño, que los oía, intervino y les dijo: “No, es que hay
unos dibujos de aire, otros de tierra y otros de agua”. Los polemistas lo
miraron con asombro. El niño entonces los llevó por los campos y les mostró las
estelas en que el tema era el aire, aquellas en que el tema era la tierra y
aquellas en que el tema era el agua”. Lo que los mayores, sabios y
especialistas no habían podido ver, lo había visto ese niño que jugaba; con la
extraordinaria capacidad de atención y de memoria de la infancia, había
establecido un sistema de correspondencias que difícilmente los otros habrían
alcanzado. Gracias a su curiosidad, a su capacidad de juego y a su memoria, fue
la presencia de ese niño lo que abrevió ese proceso de desciframiento.
Nuestra
cultura suele ver en los niños sólo proyectos. “Los niños son el futuro”, nos
repiten continuamente, y con ello suelen olvidar que los niños también son algo
presente, un presente apasionante, lleno de capacidad de aprendizaje y también
de capacidad de enseñar. Al verlos como algo aún inacabado, se los convierte
sólo en receptores de información, sujetos pasivos de la disciplina, cántaros
vacíos que hay que llenar de datos, de cultura, y se
los
menosprecia como creadores, como investigadores, como realidades del presente,
son meros recipientes del supuesto saber de los otros. El sistema educativo
parece fundado sobre el principio de que sólo los adultos pueden saber y de que
en ello reposa su autoridad. Cada vez se comienza más temprano el proceso de
sacar a las personas de sí mismas y prodigarles altas dosis de educación. Se
entiende que es urgente que reciban lecciones, que aprendan a leer, a repetir
nociones, a consumir espectáculos. La invasora sociedad moderna
quiere
saturar de provisiones a los niños desde la cuna, y vive muy preocupada con los
temas de la estimulación temprana y hasta de la temprana detección de talentos
y de genios. Como los adultos le temen a la soledad y al vacío, como a veces se
ven atenazados por el tedio, piensan tal vez que hay que salvar a los pequeños
llenando permanentemente su tiempo y su atención, no permitiendo vacíos en su
vida. A muchos niños los salva a veces la pobreza, que impide que sus padres
los abrumen de objetos hasta el punto de hacerse incapaces de fijar su atención
y su afecto en alguno de ellos. Una de las virtudes más maravillosas de la
infancia es que en ella, como en la India, es imposible acceder a la idea de
pobreza, porque los niños que tienen pocos recursos suelen descubrir el más
asombroso de todos los juguetes: el Universo. Un cuerpo, un prado, un árbol, el
vuelo de un pájaro, el tigre en su jaula, el camino riguroso de las hormigas,
el viento que cierra y abre puertas, la sombra a los pies de cada cosa, el día
minucioso, la noche de misterio y de abismo, de esos infinitos tesoros puede gozar
aquel que nada tiene si no se lo impiden el autoritarismo y la torpeza.
Hay
adultos que no pueden ver a un niño jugando sin tener la sensación de que está
perdiendo el tiempo. Y hasta se da el caso de padres que cuando ven a sus hijos
leyendo, por ejemplo, les dicen: “usted que no está haciendo nada, vaya
tráigame esto o aquello”. De todos modos la lógica de la sociedad industrial,
que gracias a la televisión llega temprano hasta a los más pobres, es
invariable: proveer, proveer, surtir bienes, información, espectáculos, generar
la necesidad de un montón de cosas que se fingen indispensables y no son más
que nimiedades. Hölderlin, un sabio al que la humanidad tendrá que volver cada
vez con más frecuencia, escribió; “Dejemos al hombre tranquilo en su cuna. No
tratemos de abrir los capullos herméticamente cerrados de su ser, no lo expulsemos
demasiado pronto de la cabaña en que transcurre su infancia. No hagamos
demasiado poco por él, a fin de que no prescinda de nosotros y nos distinga de
sí mismo; no hagamos tampoco demasiado, a fin de que no advierta nuestro poder
ni el suyo y así nos distinga también de sí mismo; que en su casa el hombre
advierta lo más tarde posible que existen los hombres, y que hay otras cosas
alrededor de él; pues sólo así llegará a ser un hombre”.
El
más importante saber que puede alcanzar un ser humano tal vez sólo puede salir
de sí mismo. Esto no signifique que deba crecer indiferente al mundo que lo
rodea, significa que sus preguntas deben nacer de sí mismo, que el saber más
válido es el que resuelve problemas de su relación con el mundo, con los demás
y consigo mismo. “Para ser algo hay que ser alguien”, decía Goethe, y sólo
dejando hablar la pluralidad de nuestras emociones e inquietudes estaremos en
condiciones de dialogar de verdad con el mundo. Que antes de ingresar en la
educación se nos haya permitido percibir lo que hay en nosotros, las preguntas
que traemos, las inclinaciones que dicta en nuestro ser la trinidad del
carácter, el destino y el azar, el modo como ha empezado a dialogar nuestro ser
físico con el entorno cultural y con el mundo. Chesterton decía que los niños
gobernarán en el cielo pero que en la tierra tienen que obedecer, y sin duda
hay muchos asuntos en los cuales tiene que primar la experiencia de los padres,
su buen sentido y su principio de autoridad, pero es un error considerar a los
niños como seres incompletos y acercarse a ellos sólo para imponer cosas,
cuando podría ser tan ventajoso acercarse también para aprender. Casi no se
permite que empiecen a saber quiénes son, qué cosas del Universo los conmueven
o los inquietan, antes de prescribirles un saber homogéneo y un destino
exterior. El resultado es que sólo se nos permite empezar a pensar como
individuos y a interrogarnos sobre nuestras inclinaciones después de un largo
período de saqueo, de imposición y de anulación de toda fuerza primitiva. Kafka
escribió: “Creer en el progreso no significa creer que haya habido ya un
progreso; eso no sería una fe”. Del mismo modo, creer en la necesidad de la
escuela, de la academia, no significa creer que la escuela ya haya alcanzado su
plenitud. Por eso es importante señalar los errores y las carencias del sistema
educativo, ya que también la educación, por decirlo así, tiene que ser educada.
Uno oye decir continuamente que la solución de los problemas de su país, que la
solución de los problemas del mundo, está en la educación. La tesis parece
evidente, pero ¿de qué educación hablamos? Hasta los funcionarios de la Santa
Inquisición tenían métodos educativos, la Alemania nazi publicaba cartillas
para enseñar el antisemitismo, hay escuelas de terroristas suicidas, hay
modelos educativos hechos para perpetuar la discriminación racial, la exclusión
social, hay academias que son reductos del espíritu aristocrático, semilleros
de la repulsión y de la rigidez mental. ¿Qué pasaría si, aún admitiendo que la
educación es la solución de muchos problemas, tuviéramos que aceptar que la
educación, cierto tipo de educación, es también el problema? ¡Qué apasionante
desafío para la inteligencia, no limitarnos a celebrar la educación en
abstracto, sino exigir de nosotros una idea sobre lo que la educación debería
ser!
¿Cómo distinguir entre la disciplina que forma seres con principios y
responsabilidades y la arbitrariedad que forma seres sumisos y negligentes?
¿Cómo distinguir entre la educación que forma seres humanos con criterio y con carácter
y la educación que apenas informa y que desdibuja la personalidad? En éste, como
en muchos casos, casi no importan las respuestas, lo más importante es formular
bien las preguntas. Hay que desconfiar de la escuela que no acepta la
singularidad sino que se esfuerza por desdibujar y por uniformar a los
individuos, de la escuela que combate como indisciplina toda originalidad, de
la escuela que termina representando una suerte de venganza de los adultos
contra los menores y de las repeticiones y las clasificaciones de la vejez
contra la imaginación de la juventud. Hay que avanzar hacia una educación que
no se limite a informar y a adiestrar, que no exagere el culto de la
competitividad, que favorezca la capacidad de creación, la alegría de buscar,
el espíritu de solidaridad. Abundan los uniformes y también arbitrarios
sistemas de calificación, los certámenes de repetición, la mera adoración de lo
que otros han creado, la disciplina mecánica y obtusa. Cuando Platón dijo que
no se puede trasmitir el saber de una persona a otra como se pasa el agua de un
recipiente lleno a uno vacío a través de una cuerda de lana, sin duda estaba
sugiriendo que el saber, más que un cúmulo de certezas y de informaciones, es
en lo fundamental una actitud. Una actitud que permite aprovechar la
información para llegar a nuevas conclusiones, aprovechar unas nociones para
intentar nuevas respuestas, utilizar un conjunto de conquistas técnicas para
proponer nuevos desafíos. No es posible exagerar la importancia de la bodega de
conocimientos que hoy posee la humanidad, del océano de memoria que hoy
administra, pero al mismo tiempo no debemos exagerar la importancia de la
academia hasta el punto de desdeñar todos los otros caminos que pueden
recorrerse en la búsqueda de un saber que sea fuente de serenidad, que nos
permita ayudar a los otros y mejorar el mundo.
Algunos
de los seres que más han influido sobre la humanidad no son precisamente hijos de la academia. No tenemos la menor idea de a
qué escuela asistieron Buda, Sócrates, Cristo o Shakespeare. Simplemente vemos
en la imaginación a Buda meditando, a Sócrates dialogando, a Cristo caminando y
predicando, a Shakespeare escribiendo; el resto es silencio. Cierto academicismo narcisista suele descalificar a
los autodidactas como sospechosos de falta de rigor. Según ellos sólo la academia
es capaz de brindar una plenitud de información y de recursos de aprendizaje,
sólo la academia puede enseñarlo todo. Y más de un sabio autodidacta se ve tentado a utilizar contra los
académicos aquella frase venenosa de Wilde: “Sí: ellos lo saben todo, pero es
lo único que saben”. Dejando de lado la polémica, hay que convenir que llamamos
saber a muchas cosas distintas, y que muchos de los saberes fundamentales de la
especie se conquistaron lejos de los claustros. Nietzsche, que mantenía una
relación compleja y tensa con las universidades, escribió alguna vez, sin duda
como un desafío, aquella sentencia
extrema: “Sólo sabemos lo que sabemos hacer”. Parece una concesión al
pragmatismo, pero es también el homenaje de un teórico al vasto saber universal
de artesanos y albañiles, de agricultores y obreros, de mecánicos y de
artistas, esos que ya hacían instrumentos mucho antes de la aparición de la
técnica moderna, que daban bienestar a la especie mucho antes de la aparición
de la industria, que construyeron ciudades mucho antes de la aparición de las
facultades de arquitectura, que transformaban los árboles en habitaciones, en
gabinetes para el placer, en embarcaciones para ir a la aventura, en guitarras
y hasta en sarcófagos para descender al reposo. Un homenaje del filósofo al
hombre de acción, que no teoriza sobre lo que sabe hacer, pero que maneja un
saber indudable.
Después
de tantos siglos, estamos inscritos en complejos sistemas educativos que no
sólo han desarrollado admirables recursos sino que también han complicado hasta
lo absurdo sus mecanismos. Hasta la pedagogía más sensata puede verse agravada
por siniestros mecanismos de exclusión en los cuales llegar a graduarse es
sobrevivir a las pruebas de Hércules, haberse mostrado más paciente que Job y
más competitivo que un jinete del Derby. Nuestro sistema educativo nacional,
por ejemplo, ha inventado un extenuante mecanismo para negar mediante exámenes
ulteriores la validez de los títulos de bachillerato que otorga. Pretende estar
poniendo a prueba los conocimientos y la idoneidad de los estudiantes, cuando
en realidad está encubriendo su escandalosa ineptitud para ofrecer cupos a
todos los graduados y para garantizar la continuidad del proceso. A muchos de
los que logran sobrevivir a la contienda, todavía los espera, al final de su experiencia
universitaria, la frustración posterior de no encontrar oficio, y descubrir con
asombro, después de lustros de supersticiones académicas, que se ganan mejor la
vida los traficantes y los contrabandistas que los jóvenes letrados con sus
laureles todavía verdes sobre las sienes. Esto es más asombroso si se piensa
que la educación les es propuesta a los jóvenes casi exclusivamente como un
mecanismo de adiestramiento para la producción, como el modo de integrarse al
mercado laboral, una suerte de “kinder” de la industria. Ya esa reducción del
saber a la condición de mero tributario de la producción, de adiestramiento
para obtener un empleo, es una deformación que
explica por qué la formación profesional puede ser a veces tan mecánica
y tan seca, pero es más grave encontrar que tampoco para ese fin funciona
plenamente. Es natural que el estudio sirva para fines pragmáticos, pero
tradicionalmente la educación se propuso la formación total de los individuos;
no sólo la transmisión de destrezas y de conocimientos teóricos, de información
general y de datos especializados, sino la formación del carácter, el
fortalecimiento de la voluntad, la generación de conductas ciudadanas, la
responsabilidad social y la ética personal. En un mundo que pierde sus ideales,
en un mundo librado a su propio furor pragmático, esas cosas van dejando de
considerarse importantes, y, en contraste con su fama de faro moral y de guía
espiritual, muchos poderes procuran que la escuela sea la primera en
abandonarlas.
La
verdad es que si la educación es adiestramiento y transmisión de habilidades
prácticas, los talleres, las fábricas y las oficinas son mucho más competentes
para impartirla que las aulas, a menudo dispuestas a contaminarse de todo salvo
de realidad. Las aulas a veces parecen vestigios de esas edades que sólo creían
en la verdad revelada, administrada por una iglesia, que tenían por impura y
vulgar toda concesión a la experiencia. Causa perplejidad que se nos encierre
en lóbregos recintos para iniciarnos en
el conocimiento de la naturaleza, que debamos escuchar por horas y por meses un
saber aburrido y fósil mientras afuera discurre el milagro del mundo. Sin duda
es extraño estudiar botánica lejos de los bosques, estudiar los reinos de la
naturaleza en rígidos salones humanos. Es triste que antes que ayudarnos a ser
individuos se nos obligue a ser sumisos rebaños. Y como solía repetirlo
Estanislao Zuleta, es incomprensible que se dividan arbitrariamente las
jornadas entre las clases y el recreo, entre el tiempo del estudio y el tiempo
del placer, para que nos acostumbremos a pensar que el saber es penoso y que el
placer es inútil, cuando la verdad es que sólo nos libera y sólo perdura en
nosotros aquel saber que ha sido un deleite conquistar.
La
historia de los grandes individuos de Occidente es una historia de grandes
rebeldes, de críticos agudos de la tradición, seres que por su invencible
singularidad afectiva o mental lograron sustraerse al influjo abrumador de las
convenciones. Esos terminan siendo además los grandes maestros, porque la
libertad que conquistan es un viento fresco en las encrucijadas de la civilización. Todo gran espíritu es liberador
y transformador, porque justamente trasciende las normas y los modelos, ya
sugiere una medida nueva y un nuevo orden. Nada es más provechoso que la
curiosidad y la falta de dogmas.
Nunca
circularon más ideas, ni más diversas y contradictorias, nunca fue tal vez tan
vivaz y tan fértil el espíritu occidental como en la Grecia de los filósofos
llamados presocráticos. Entre ellos todo parecía posible, el mundo arecía dócil
a las exploraciones del espíritu, un universo nuevo y distinto se veía nacer
ante cada uno de sus pensamientos. Y lo mejor no es la asombrosa diversidad de
la mente de aquellos Demócritos y Parménides, Anaxágoras, Empédocles y
Heráclitos, sino la posibilidad que tuvieron de convivir, sin estorbarse,
tantos universos distintos, gracias a que no había una gran verdad, un gran
profesor, una gran Biblia con su correspondiente gran Inquisidor descalificando
tantas flores en nombre de la Rosa Sagrada.
Cierta
rutina académica se empeña en ofrecernos el saber sólo como repetición. Nos
exige sólo recordar las lecciones, repetir lo aprendido, no crear algo nuevo.
Acaso la hipótesis de un saber original del alumno lo colocaría en una
situación por lo menos de igualdad con respecto al maestro, y nuestra pedagogía
ama las jerarquías, la subordinación, un orden donde el supuesto saber confiere
autoridad y poder, donde el conocimiento funciona de algún modo como
instrumento de dominación.
Pero
ahora llega el método novísimo, refinado por los nuevos recursos técnicos y de
propaganda, que consiste no sólo en pensar que el saber ya existe en alguna
parte, que no es necesario producirlo a partir de las cualidades específicas de
nuestra existencia, sino que el saber es una mercancía a la medida, que se
vende adecuadamente empacada y lista para el consumo. La sociedad moderna
empieza a sustituir la idea de unos templos del saber donde los humanos van a
instruirse, por la idea de que hay unas fábricas de saber acumulado que nos
pueden ofrecer a domicilio todo el conocimiento necesario para la vida. Este
saber, por supuesto, se reduce a un aparato de fórmulas y de astucias para la
vida cotidiana, una plétora de imágenes, artefactos e informaciones que ni
siquiera nos dejan en condiciones de averiguar si esa vida práctica moderna,
hecha de pasividad y consumo, tiene algo que ver con la vida. Si para algo
sirve uniformarnos, concentrarnos en ciudades, borrar nuestras diferencias,
proscribir todo lo que puede hacer valiosa y única la aventura en la Tierra, es
para que ese saber que nos venden pueda ser estandarizado y ofrecido a todos
por igual, para que sea rápida y masivamente consumido. Hölderlin dijo que en
su infancia no lo educaron las escuelas sino el rumor de las arboledas. Y
añadió: Yo entendía el silencio del Éter,/ Las palabras del hombre nunca las
comprendí. Pienso que nuestra educación merece ser mejorada. Aún está demasiado
llena de imposiciones, de evidentes y
sutiles violencias. La tradición que perpetuamos tiende a masificar, a disolver
lo singular, a apagar toda voz original, a anular toda invención que no sea
reciclable por el mercado. Hubo edades de generosidad, de hospitalidad, de
desprendimiento y de heroísmo: y hoy sólo el ideal del lucro parece respetable.
Pero si por un instante la humanidad pudiera ser sorda a todos sus saberes y
sus tradiciones, a todas las instituciones construidas en siglos de
aturdimiento y de violencia, tal vez podría oír el rumor de su verdadera sabiduría,
lo que enseñan y advierten las voces intemporales de la naturaleza y los
abismos de su propia historia. Antes de los fascinantes y omnipresentes medios
modernos de comunicación, que todo lo invaden y lo confunden; antes de las
venerables universidades que trasmiten su saber; antes de los talleres de la
Edad Media, que compartían respetuosamente destrezas; antes de la civilizada
Grecia, que supo enseñar por la conversación y el ejemplo, hubo sabiduría. A
pesar de lo que pretenden las bengalas del progreso y las soberbias de la
modernidad, siempre hubo sabidurías, y las más antiguas eran tal vez las más
profundas y las más esenciales. Sabían conservar el mundo, sabían celebrar el
universo, engendraban lenguajes y mitos; construían con su inspiración y con su
fe bellezas mayores que las que construyeron jamás el utilitarismo y la razón.
A quienes pretenden que los sabios académicos son superiores a la gente común,
y que los pueblos son ignorantes, hay que recordarles que no fueron los sabios
doctores sino los pueblos ignorantes quienes acuñaron las lenguas, refinaron
los oficios, ennoblecieron al mundo de leyendas y de mitologías y encontraron
en su camino a los dioses. Que la más honda sabiduría siempre brotó de las
almas en contacto profundo con la realidad, y siempre fue el fruto de un
movimiento del espíritu creador, no una vana repetición de cosas sabidas. Que
el saber no puede ser trasmitido por la violencia ni por la codicia, sino, a lo
sumo, como pensaba Goethe, por el amor. Que fueron miles y millones de labios
fieles a la vida y a sí mismos los que tejieron el idioma en que Shakespeare,
contertulio de La Escuela de la Noche, hablando finalmente por todos, mencionó:
The profetic soul/ Of the Wide World dreaming the things to come (el profético
espíritu/ del inmenso mundo soñando las cosas por venir), y que a menudo las
palabras más sensatas, y también las más salvadoras, pueden salir de los labios
más iletrados y más humildes.
*William
Ospina nació en Padua, Tolima, 1954. Estudió Derecho y Ciencias Políticas en
Cali, pero abandonó la carrera para dedicarse a la literatura y al periodismo.
Vivió en Europa entre 1979 y 1981, y desde su regreso vive en Bogotá.