Para acabar con las novelas
policíacas
El gran jefe
Estaba sentado en
mi oficina limpiando el cañón de mi 38 y preguntándome cuál sería mi próximo
caso. Me gusta ser detective privado. Cierto, tiene sus inconvenientes, me han
dejado más de una vez las encías hechas papilla, pero el dulce aroma de los
billetes de banco tiene también sus ventajas. Nada que ver con las mujeres, que
son una preocupación menor para mí y que coloco, en mi escala de valores, justo
antes del acto de respirar. Por eso, cuando se abrió la puerta de mi oficina y
entró una rubia de pelo largo llamada Heather Butkiss y me dijo que era modelo
y que necesitaba mi ayuda, mis glándulas salivares se pusieron a segregar
desaforadamente. Llevaba una minifalda y un jersey ajustado, y su cuerpo
describió una serie de parábolas que habrían podido provocar un ataque cardíaco
a un buey.
—¿Qué puedo hacer
por ti, muñeca?
—Quiero que
encuentre a una persona.
—¿Una persona
perdida? ¿Has hablado con la policía?
—No exactamente,
señor Lupowitz.
—Llámame Kaiser,
muñeca. Pues bien, ¿de quién se trata?
—Dios.
—¿Dios?
—Así es, Dios. El
Creador, el Principio Universal, el Ser Supremo, el Todopoderoso. Quiero que
usted me lo encuentre.
Ha desfilado ya por
mi oficina más de un buen bocado, pero, cuando una chica está tan buena como
ésta, uno debe escucharla hasta el final.
—¿Por qué?
—Kaiser, eso es
asunto mío. Usted ocúpese de encontrarlo.
—Lo siento, bombón.
No has dado con el tipo adecuado...
—Pero, ¿por qué?
—... a no ser que
me des toda la información —dije poniéndome de pie.
—Está bien, está
bien —dijo ella y se mordió el labio inferior. Enderezó las costuras de sus
medias, gesto hecho evidentemente para mí, pero, cuando trabajo, trabajo, y no
era el momento de andarse con tonterías.
—No nos apartemos
del tema, nena.
—Bueno, la verdad
es... que en realidad no soy modelo.
—¿No?
—No. Tampoco me
llamo Heather Butkiss. Soy Claire Rosensweig, y estudio en Vassar. Filosofía.
Historia del pensamiento occidental y todo eso. Tengo que entregar un trabajo
en enero. Sobre religión occidental. Todas las chicas de la clase entregarán
estudios teóricos. Pero yo ¡quiero saber! El profesor Grebanier dijo que si
alguien descubre la Verdad
puede llegar a aprobar el curso. Y mi padre me prometió un Mercedes si apruebo
con sobresaliente.
Abrí un paquete de
Lucky, luego otro de chicle, y mastiqué el cigarrillo y fumé el chicle. La
historia empezaba a interesarme. Una estudiante demasiado mimada. Inteligente y
con un cuerpo por el que reto a cualquiera haber visto otro mejor.
—Su Dios, ¿qué
aspecto tiene?
—Nunca Lo he visto.
—Entonces, ¿cómo
sabes que existe?
—Eso es lo que
usted tiene que averiguar.
—¡Ah! ¿Con que no
sabes qué aspecto tiene? ¿Ni dónde debo empezar a buscarlo?
—No, en realidad,
no. Aunque sospecho que está en todas partes. En el aire, en cada flor, en
usted y en mí... y en esta silla.
—Ya.
Así que la chica
era panteísta. Tomé nota mental del detalle y dije que haría un esfuerzo por
cien dólares al día, gastos apar¬te y una cena con ella. Sonrió y aceptó en el
acto. Bajamos juntos en el ascensor. Afuera anochecía. Quizá Dios exista, o
quizá no, pero en alguna parte de esta ciudad con seguridad había un montón de
tipos que iban a tratar de impedirme averiguarlo.
Mi primera pista
fue la del rabino Itzhak Wiseman, un clérigo local que me debía un favor por
haberle averiguado quién le ponía cerdo en el sombrero. Me di cuenta en el acto
de que algo no pita¬ba cuando le hice unas preguntas, porque se azaró mucho.
Estaba asustado.
—Por supuesto que
existe ya-sabe-quién, pero no puedo siquiera pronunciar Su nombre, de lo
contrario me fulminaría en el acto. Entre nosotros, le diré que jamás he podido
comprender por qué alguien se vuelve tan quisquilloso al pronunciar Su nombre.
—¿Le ha visto
alguna vez?
—¿Yo? ¿Está
bromeando? ¡Suerte tengo si alcanzo a ver a mis nietos!
—Entonces ¿cómo
sabe que existe?
—¿Cómo lo sé? ¡Vaya
pregunta! ¿Podría comprarme un traje como éste por catorce dólares si no
hubiera nadie allá arriba? ¡Toque, toque esta tela de gabardina!
¿Cómo puede dudar?
—¿No tiene ninguna
otra prueba?
—Oiga, ¿qué es para
usted el Antiguo Testamento? ¿Un plato de garbanzos? ¿Cómo cree que Moisés pudo
sacar a los israelitas de Egipto? ¿Con una sonrisa y un claqué americano?
Créame, ¡no se abren las aguas del Mar Rojo con polvo de rascarse! Se necesita
poder.
—Así pues, es un
duro, ¿eh?
—Sí, un duro.
Podría pensarse que con tantos éxitos estaría más amable, pero no.
—¿Cómo es que sabe
usted tanto?
—Porque somos el
Pueblo Elegido. Cuida más de nosotros que de todas Sus demás criaturas. Este es
un tema que, por cierto, también me gustaría comentar con El.
—¿Cuánto Le pagáis
para ser los elegidos?
—No me lo pregunte.
Entonces, así iba
la cosa. Los judíos estaban liados con Dios hasta el cuello.
El viejo negocio de
la protección. Los cuidaba mientras pasaran por caja. Y por la manera en que
hablaba el rabino Wiseman, El encajaba lo suyo. Me metí en un taxi y me fui al
salón de billar Dany en la
Décima Avenida. El gerente era un tipo pequeñito y sucio al
que no podía tragar.
—¿Está Chicago
Phil?
—¿Quién quiere
saberlo?
Lo agarré por las
solapas pellizcando a la vez un poco de piel.
—¿Qué pasa, basura?
—En la sala del
fondo — dijo cambiando de actitud.
Chicago Phil.
Falsificador, asaltante de bancos, hombre duro y ateo confeso.
—El tío nunca
existió, Kaiser. Información de buena tinta. Es un bulo. No existe tal gran
jefe. Es un sindicato internacional. Casi todo en manos de sicilianos. Pero no
hay una cabeza visible. Salvo quizás, el Papa.
—Tengo que ver al
Papa.
—Se puede arreglar
—dijo guiñando un ojo.
—¿Te dice algo el
nombre Claire Rosensweig?
—No.
—¿Y Heather
Butkiss?
—¡Eh, espera un
minuto! ¡Sí, claro, ya lo tengo! Esa rubia teñida que anda por ahí con los
tipos de Radcliffe.
—¿Radcliffe? Me
dijo Vassar.
—Pues te está
mintiendo. Es maestra en Radcliffe. Estuvo liada con un filósofo durante un
tiempo.
—¿Panteísta?
—No, empirista, que
yo recuerde. Un tipo de poco fiar. Rechazaba completamente a Hegel y a
cualquier metodología dialéctica.
—Conque uno de
ésos, ¿eh?
—Sí. Primero fue
batería en un trío de jazz. Luego, se dedicó al Positivismo Lógico. Cuando el
asunto le fue mal, inventó el Pragmatismo. Lo último que supe de él fue que
había robado dinero para montar un curso sobre Schopenhauer en Columbia. A los
compañeros les gustaría ponerle la mano encima, o dar con sus libros de texto
para poder revenderlos.
—Gracias, Phil.
—Hazme caso,
Kaiser. No hay nadie por encima de nosotros. Sólo el vacío. No podría emitir
todos esos talones falsos ni joder a la gente como lo hago si por un segundo
tuviera conciencia de un Ser Supremo. El universo es estrictamente
fenomenológico. No hay nada eterno. Nada tiene sentido.
—¿Quién ganó la
quinta en Aqueduct?
—Santa Baby.
—Esto sí tiene
sentido.
Tomé una cerveza en
O'Rourke y traté de hilvanar todos los datos, pero no dio resultado. Sócrates
era un suicida, o por lo menos eso decían. A Cristo lo mataron. Nietzsche murió
loco. Si había realmente alguien responsable de todo eso, era lógico que
quisiera que se guardara el secreto.
Y ¿por qué había mentido
Claire Rosensweig acerca de Vassar? ¿Podía haber tenido
razón Descartes?
¿Era el universo dualista?¿O es que Kant dio en el clavo cuando postuló la
existencia de Dios por razones morales?
Aquella noche cené
con Claire. Diez minutos después de que pagara ella la cuenta estábamos en la
cama y, hermano, te regalo todo el pensamiento occidental. Organizó para mí una
demostración de gimnasia que se hubiera llevado la medalla de oro en los Juegos
Olímpicos de la Tía Juana.
Más tarde, descansó sobre la almohada a mi lado con sus largos cabellos rubios
desparramados. Nuestros cuerpos, desnudos aún, estaban entrelazados. Yo fumaba
y miraba el techo.
—Claire, ¿y si
Kierkegaard tuviera razón?
—¿Qué quieres
decir?
—Si realmente jamás
se pudiera saber. Sólo tener fe,
—Esto es absurdo.
—No seas tan
racionalista.
—Nadie es
racionalista, Kaiser. —Encendió un cigarrillo—. Lo único que te pido es que no
empieces con la ontología. No en este momento. No podría aguantar que fueras
ontólogo conmigo, Kaiser.Se había mosqueado. Me acerqué para besarla cuando
sonó el teléfono. Ella contestó.
—Es para ti.
La voz al otro lado
de la línea era la del sargento Reed, de Homicidios.
—¿Todavía a la caza
de Dios?
—Sí.
—¿Un ser
Todopoderoso? ¿El Creador? ¿El Principio Universal? ¿El Ser Supremo?
—Así es.
—Un tipo que se
ajusta a la descripción acaba de aparecer en el depósito de cadáveres. Mejor
que venga a echarle un vistazo.
Era El sin lugar a
dudas y, por lo que quedaba de él, se trataba de un trabajo profesional.
—Ya estaba muerto
cuando Lo trajeron.
—¿Dónde Lo
encontraron?
—En un depósito de
la calle Delancey.
—¿Alguna pista?
—Es el trabajo de
un existencialista. Estamos seguros.
—¿Cómo lo sabéis?
—Todo hecho muy al
azar. No parece que hayan seguido ningún sistema. Un impulso.
—¿Un crimen
pasional?
—Eso es. Lo cual
significa que eres sospechoso, Kaiser.
—¿Por qué yo?
—Todos los
muchachos del departamento conocen tu ideal sobre Jaspers.
—Eso no me
convierte en un asesino.
—Aún no, pero sí en
un sospechoso.
Una vez en la
calle, llené mis pulmones de aire puro y traté de poner orden en mis ideas.
Tomé un taxi a Newark y caminé cien metros hasta el restaurante italiano
Giordino. Allí, en una mesa del fondo, estaba Su Santidad. Era el Papa, seguro.
Sentado con dos tipos que yo había visto media docena de veces en las comisaría
en sesiones de identificación.
—Siéntate —dijo
levantando los ojos de sus spaghetti. Me acercó el anillo. Sonreí mostrando
todos los dientes, pero no se lo besé. Le molestó, y yo me alegré. Un punto
para mí—. ¿Te gustarían unos spaghetti?
—No gracias,
Santidad. Pero siga comiendo, que no se le enfríen.
—¿No quieres nada?
¿Ni siquiera una ensalada?
—Acabo de comer.
—Como quieras, pero
mira que aquí sirven una estupenda salsa Roquefort con la ensalada. No como en
el Vaticano, donde es imposible conseguir una comida decente.
—Iré al grano,
Pontífice. Estoy buscando a Dios.
—Has llamado a la
puerta adecuada.
—Entonces, ¿existe?
Mi pregunta les
pareció divertida y se rieron. El hampón sentado a mi lado, dijo:
—¡Eso sí tiene
gracia! ¡Un chico inteligente que quiere saber si El existe!
Moví la silla para
estar más cómodo y coloqué mi pierna izquierda sobre el dedo gordo de su pie.
—¡Lo siento! —dije,
pero el tipo estaba que bramaba.
El Papa tomó la
palabra:
—Por supuesto que
El existe, Lupowitz. Yo soy el único que se comunica con El. Sólo habla a
través de mí.
—¿Por qué usted,
amigo?
—Porque yo soy
quien lleva el traje rojo.
—¿Este atuendo?
—¡No toques con
esos dedos sucios! Me levanto cada mañana, me pongo este traje rojo y, de
pronto, me convierto en un gran queso. Todo está en el traje. Imagínate si
anduviera por ahí en pantalones estrechos y en camiseta, ¿qué sería de la
cristiandad?
—¡El opio del
pueblo! ¡Ya me lo temía! ¡Dios no existe!
—No lo sé. Pero
¿qué más da? Mientras haya dinero...
—¿No le preocupa
que la tintorería no le devuelva a tiempo el traje rojo y vuelva a ser como
todos nosotros?
—Utilizo un
servicio especial de veinticuatro horas. Vale la pena gastarse un poco más y
estar seguro.
—¿El nombre Claire
Rosensweig le dice algo?
—Seguro. Está en el
Departamento de Ciencias de Bryn Mawr.
—¿Ciencias, dice?
Gracias.
—¿Por qué?
—Por la respuesta,
Pontífice.
Me metí en un taxi
y crucé volando el puente George Washington. En el camino, me detuve en mi
oficina para hacer unas verificaciones rápidas. Durante el trayecto hacia el
piso de Claire, aclaré el rompecabezas. Las piezas, por primera vez, encajaban
a la perfección. Cuando llegué a su casa, ella llevaba su diáfana bata y
parecía estar preocupada por algo.
—Dios ha muerto. La
policía estuvo aquí. Te están buscando. Piensan que ha sido un existencialista.
—No, querida,
fuiste tú.
—¿Qué? No hagas
bromas, Kaiser.
—Tú fuiste quien lo
hizo.
—¿Qué estás
diciendo?
—Tú, angelito. Ni
Heather Butkiss ni Claire Rosensweig, sino la doctora Ellen Shepherd.
—¿Cómo supiste mi
nombre?
—Profesora de
física en Bryn Mawr. La persona más joven que ha llegado a estar al frente de
un departamento en esa universidad. Durante la fiesta de fin de curso, te
liaste con un músico de jazz que se inyecta mucha filosofía. Está casado, pero
eso no te detuvo. Un par de noches revoleándote con él en el heno y ya te
pareció que era el gran amor. Pero no funcionó, porque alguien se interpuso
entre los dos: ¡Dios! Ves, muñeca, él creía, o quería creer, pero tú, con esa
hermosa cabecita científica, necesitabas la certeza absoluta.
—No, Kaiser, te lo
juro.
—Entonces, simulas
estudiar filosofía porque eso te da la posibilidad de eliminar ciertos
obstáculos. Te deshaces de Sócrates con cierta facilidad, pero aparece
Descartes y, entonces, te sirves de Spinoza para liquidar a Descartes y, cuando
llega Kant, también tienes que eliminarlo.
—No sabes lo que
dices.
—A Leibnitz lo
hiciste picadillo, pero eso no fue suficiente porque sabías que, si alguien oía
hablar a Pascal, estabas lista entonces, también a él tenías que sacártelo de
encima, pero allí fue donde cometiste el error, porque confiaste en Martin
Buber. Te falló la suerte. Creía en Dios y, por tanto, tenías que librarte del
mismo Dios y, por si fuera poco, por tus propias manos.
—¡Kaiser, estás
loco!
—No, nena. Te
hiciste pasar por panteísta creyendo que eso te conduciría hasta El, si es que
El existía, y existía. Te llevó a la fiesta Shelby y, cuando Jason no miraba,
lo mataste.
—¿Quién diablos son
Shelby y Jason?
—¿Qué importancia
tiene? Ahora, de cualquier modo, la vida es absurda.
—Kaiser —dijo ella,
presa de un repentino estremecimiento— ¿me entregarás?
—¿Cómo no, muñeca?
Cuando el Ser Supremo recibe una paliza como ésta, alguien tiene que pagar los
platos rotos.
—Oh, Kaiser,
podemos escaparnos juntos, lejos de aquí. Sólo nosotros dos. Podríamos olvidar
la filosofía. Establecernos en algún lugar y, tal vez, más tarde, dedicarnos a
la semántica.
—Lo lamento, nena.
No hay trato.
Ya estaba bañada en
lágrimas cuando empezó a bajarse la bata por los hombros. Quedó de pronto
desnuda ante mí como una Venus cuyo cuerpo parecía decirme: «Tómame, soy
tuya».. Una Venus cuya mano derecha me acariciaba el pelo mientras la izquierda
empuñaba una 45 que apuntaba a mi espalda. Le descargué en el cuerpo mi 38
antes de que pudiera apretar el gatillo; dejó caer la pistola y se dobló con un
gesto de total sorpresa.
—¿Cómo pudiste
hacerlo, Kaiser?
Se debilitaba
rápidamente, pero me las arreglé para contarle el resto de la historia.
—La manifestación
del universo, como una idea compleja en sí misma, en oposición al hecho de ser
interior o exterior a su propia Existencia, es inherente a la Nada conceptual
en relación con cualquier forma abstracta existente, por existir, o habiendo
existido en perpetuidad sin estar sujeto a las leyes de la física, o al
análisis de ideas relacionadas con la antimateria, o la carencia de Ser
objetivo o subjetivo, y todo lo demás.
Era un concepto
sutil, pero espero que lo haya pescado antes de morir.
FIN