Para acabar con las memorias de
guerra
Las memorias de Schmeed
El torrente
literario aparentemente inagotable del Tercer Reich va a seguir fluyendo a
caudales con la futura publicación de Las memorias de Friedrich Schmeed, el
barbero más famoso de la Alemania
en guerra, quien rindió servicios tonsuriales a Hitler y a muchos otros altos
funcionarios del gobierno y del aparato militar. Como se puso de manifiesto
durante los juicios de Nuremberg, Schmeed no sólo pareció estar siempre en el
lugar indicado en el momento oportuno, sino que tenía una «memoria más que
total» y, por lo tanto, era el único cualificado para escribir esta guía
incisiva de las más secretas anécdotas de la Alemania nazi. A
continuación publicamos un breve extracto del libro:
En la primavera de 1940, un gran Mercedes estacionó
frente a mi barbería del 127 Koenigstrasse, y Hitler entró en mi barbería.
«Sólo quiero un ligero corte», dijo, «y no me saque mucho de arriba.» Le
expliqué que tendría que esperar un poco porque Von Ribbentrop estaba antes que
él. Hitler dijo que tenía prisa y le pidió a Ribbentrop si podía cederle su
turno, pero Ribbentrop insistió en que, si le pasaban delante, el hecho
causaría mala impresión en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Entonces,
Hitler hizo una rápida llamada telefónica: Ribbentrop fue en el acto
transferido al Afrika Korps y Hitler tuvo su corte de pelo. Este tipo de
rivalidad era muy frecuente. En cierta ocasión, Göring hizo que la policía
detuviera a Heydrich bajo falsas acusaciones para quedarse con la silla al lado
de la ventana. Göring era un disoluto y a menudo quería sentarse en el
caballito, que yo tenía para los niños en la barbería, para que le cortara el
cabello. El alto mando nazi se sintió avergonzado, pero no pudo hacer nada.
Un día, Hess lo desafió: «Hoy quiero yo el caballito,
Herr mariscal de campo», le dijo.
«Imposible, lo tengo reservado», replicó Göring. «Tengo
órdenes directas del Führer. Me autorizan a sentarme en el caballo mientras me
cortan el pelo.» Y Hess enarboló una carta de Hitler notificándolo. Göring se
puso lívido. Jamás se lo perdonó a Hess y dijo que en el futuro haría que su
mujer le cortara el pelo en casa con un bol. Hitler se rió cuando se enteró de
esto, pero Göring había hablado en serio y habría llevado a cabo su
propósito si el Ministerio del Ejército no le hubiera
denegado su pedido de tijeras rebajadas.
Me han preguntado si tenía conciencia de las
implicaciones morales de lo que hacía. Como declaré ante el tribunal de
Nuremberg, no sabía que Hitler era nazi. La verdad es que durante años pensé
que trabajaba para la compañía de teléfonos. Cuando al fin me enteré del
monstruo que era, ya era demasiado tarde para hacer algo, pues había dado un
anticipo para comprar unos muebles. Una vez, casi al final de la guerra,
contemplé la posibilidad de abrir un poco la sábana que Hitler tenía atada al
cuello y dejar caer por su espalda los pelitos que acababa de cortarle, pero,
en el último instante, me traicionaron los nervios.
Un día, en Berchtesgaden, Hitler se dirigió a mí y me
dijo: «¿Cómo me quedarían unas patillas?». Speer se rió y Hitler se ofendió.
«Estoy hablando en serio, Herr Speer», dijo. «Pienso que tal vez me queden bien
unas patillas.» Göring, ese payaso servil, de inmediato estuvo de acuerdo y
dijo: «El Führer con patillas —¡qué excelente idea!». Speer seguía en contra.
De hecho, era el único con suficiente integridad para decirle al Führer cuándo
necesitaba un corte de pelo. «Está muy visto», dijo entonces Speer, «asocio siempre las patillas con
Churchill.» Hitler se exasperó. ¿Tendría Churchill la intención de dejarse
patillas?, quiso saber, y, de ser así, ¿cuántas y cuándo? Himmler, que, al
parecer, estaba a cargo del Servicio de Inteligencia, fue convocado al
instante.
Göring se disgustó con la actitud de Speer y le susurró:
«¿Por qué levantas olas, eh? Si quiere patillas, déjale tener patillas». Speer,
que por lo general era quisquilloso, dijo que Göring era un hipócrita y «un
bulto de garbanzos embutido en un uniforme alemán». Göring juró que se vengaría,
y más tarde corrió el rumor de que metió en la cama de Speer a guardias
especiales de las S.S.
Himmler llegó presa de un gran frenesí. Estaba en plena
clase de claqué cuando sonó el teléfono y le convocaron al Berchtesgaden. Temía
que se tratase de un cargamento perdido de varios miles de sombreros de papel,
en forma de cono, que le había prometido a Rommel para la ofensiva de invierno.
(Himmler no estaba acostumbrado a que lo invitaran a cenar al Berchtesgaden
porque era corto de vista, y Hitler no podía soportar verle llevarse el tenedor
a la cara y clavarse la comida en alguna parte de la mejilla.) Himmler se dio
cuenta de que algo iba mal porque Hitler le llamó «enano», algo que sólo hacía
cuando estaba de mal humor. De pronto, el Führer dio media vuelta, lo encaró y
gritó: «¿Sabe usted si Churchill va a dejarse patillas?».Himmler se puso rojo.
«¿Y bien?» Himmler dijo que había corrido el rumor de que Churchill contemplaba
esa posibilidad, pero que no había confirmación oficial alguna. En cuanto al
tamaño y la cantidad, explicó que era probable que fueran dos y de mediana
longitud, pero que nadie se atrevía a afirmarlo antes de tener plena seguridad.
Hitler gritó y dio un golpe sobre el escritorio. (Esto representó un triunfo de
Göring sobre Speer.) Hitler sacó un mapa y nos mostró cómo pensaba cortar las
provisiones de toallas calientes a Inglaterra. Bloqueando los Dardanelos,
Doenitz podía conseguir que las toallas no fueran desembarcadas ni pudieran ser
aplicadas a los ansiosos rostros ingleses que las esperaban con impaciencia.
Pero el punto fundamental seguía sin solución: ¿podía Hitler vencer a Churchill
en materia de patillas? Himmler dijo que Churchill llevaba ventaja y que tal
vez sería posible alcanzarle. Göring, ese vacuo optimista, dijo que
probablemente a Hitler le crecerían más rápido las patillas, y en especial si
se concentraba todo el poderío de Alemania en un esfuerzo conjunto. Von
Rundstedt, en una reunión del Estado Mayor, dijo que sería un error intentar
que crecieran patillas en dos frentes al mismo tiempo y aconsejó que sería más
sabio concentrar todos los esfuerzos en una sola buena patilla. Hitler replicó
que él podía hacerlo en las dos mejillas de forma simultánea. Rommel estuvo de
acuerdo con Von Rundstedt. «Nunca saldrán iguales, mein Führer», dijo, «en todo
caso, no si las apura.» Hitler montó en cólera y dijo que eso era asunto suyo y
de su barbero. Speer prometió que podía triplicar nuestra producción de crema
de afeitar en el otoño y Hitler se puso eufórico. Luego, en el invierno de
1942, los rusos lanzaron una contraofensiva y las patillas dejaron de crecer.
Hitler se desalentó temiendo que muy pronto Churchill tendría un excelente
aspecto mientras que él seguiría siendo «ordinario», pero poco tiempo después
recibimos noticias de que Churchill había abandonado la idea de las patillas
por ser demasiado cara. Una vez más, el Führer había probado tener la razón.
Después de la invasión de los aliados, a Hitler el
cabello se le puso seco y desordenado. Esto se debió en parte al éxito de los
aliados y en parte a los consejos de Goebbels, quien le dijo que se lo lavara
cada día. Cuando esto llegó a oídos del general Guderian, éste regresó al acto
del frente ruso y le dijo al Führer que no debía ponerse champú en el pelo más
de tres veces por semana. Este era el procedimiento que había seguido el Estado
Mayor con gran éxito en las dos guerras anteriores. Hitler pasó una vez más por
encima de los generales y continuó con el lavado diario. Bormann ayudaba a
Hitler a secárselo y siempre parecía estar presente con un peine en la mano. Al
final Hitler empezó
a depender de Bormann y, antes de mirarse al espejo, siempre hacía que Bormann
se mirase primero. A medida que las fuerzas aliadas avanzaban hacia el este, el
estado del pelo de Hitler empeoraba. Con el pelo seco y descuidado, Hitler
soñaba durante horas seguidas en el corte de pelo y el afeitado que se haría el
día en que Alemania ganase la guerra; se haría incluso, quizá, lustrar los
zapatos. Ahora me doy cuenta de que nunca tuvo la intención de hacerlo.
Un día, Hess cogió la botella de Vitalis del Führer y se
fue a Inglaterra en un avión. El alto mando alemán se enfureció. Creía que Hess
iba a entregársela a los aliados a cambio de una amnistía para él. Hitler se
enfureció de forma especial cuando se enteró de la noticia porque acababa de
salir de la ducha y estaba a punto de acicalarse el pelo. (Tiempo después, Hess
explicó en Nuremberg que su plan era hacerle un tratamiento de cráneo a
Churchill en un esfuerzo por terminar la guerra. Llegó a hacer agachar a
Churchill sobre una palangana, pero en ese momento fue aprehendido.)
A finales de 1944, Göring se dejó el bigote y esto hizo
correr el rumor de que pronto reemplazaría a Hitler. Hitler se enfureció y
acusó a Göring de deslealtad. «Sólo debe haber un bigote entre los líderes del
Reich: ¡el mío!», gritó. Göring argumentó que dos bigotes podían dar al pueblo
alemán una mayor sensación de esperanza acerca de la guerra, que iba mal, pero
Hitler pensó que no. Luego, en enero de 1945, fracasó una conspiración de
varios generales para afeitar el bigote de Hitler mientras dormía y proclamar a
Doenitz como nuevo líder, cuando Von Stauffenberg, en la oscuridad del
dormitorio de Hitler, sólo le afeitó, por equivocación, una de las cejas. Se proclamó
el estado de emergencia y, de improviso, Goebbels apareció en mi barbería.
«Acaban de atentar contra el bigote del Führer, pero han fracasado», dijo
tembloroso. Goebbels se las arregló para que yo hablara por la radio y me
dirigiera al pueblo alemán, lo que hice con el mínimo de notas. «El Führer está
en perfecto estado», les aseguré, «todavía está en posesión de su bigote.
Repito. El Führer todavía está en posesión de su bigote. Una conspiración para
cortárselo ha sido abortada.»
Cerca del final, fui al búnker de Hitler. Las fuerzas
aliadas se cernían sobre Berlín, y Hitler opinaba que, si los rusos llegaban
primero, necesitaría un corte completo de cabello, pero que, si lo hacían los
norteamericanos, podía pasar con un arreglo. Todo el mundo se peleó. En medio
de todo esto, Bormann quiso afeitarse y yo le prometí que me pondría a trabajar
según un plan detallado. Hitler se puso moroso y distante. Habló de hacerse una
raya en el pelo de oreja a oreja y luego afirmó que el desarrollo de la máquina
de afeitar eléctrica volcaría la guerra en favor de Alemania. «Seremos capaces
de afeitarnos en segundos, ¿eh, Schmeed?», murmuró. Mencionó otras estrategias
enloquecidas y dijo que algún día no sólo haría que le cortasen el pelo, sino
que le hicieran una permanente. Obsesionado como de costumbre por el tamaño,
juró que un día tendría un frondoso peluquín «uno que hará temblar al mundo y
requerirá una guardia de honor para peinarlo». Al final, nos estrechamos la
mano y le hice un último corte. Me dio una propina de un pfenning. «Ojalá
pudiera ser más», dijo, «pero, desde que los aliados invadieron Europa, he
estado un poco corto de dinero.»
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