Para acabar con las películas de
terror
El conde Drácula
En algún lugar de
Transilvania yace Drácula, el monstruo, durmiendo en su ataúd y aguardando a
que caiga la noche. Como el contacto con los rayos solares le causaría la
muerte con toda seguridad, permanece en la oscuridad en su caja forrada de raso
que lleva sus iniciales inscritas en plata. Luego, llega el momento de la
oscuridad y, movido por un instinto milagroso, el demonio emerge de la
seguridad de su escondite y, asumiendo las formas espantosas de un murciélago o
un lobo, recorre los alrededores y bebe la sangre de sus víctimas.
Por último, antes
de que los rayos de su gran enemigo, el sol, anuncien el nuevo día, se apresura
a regresar a la seguridad de su ataúd protector y se duerme mientras vuelve a
comenzar el ciclo.
Ahora, empieza a
moverse. El movimiento de sus cejas responde a un instinto milenario e
inexplicable, es señal de que el sol está a punto de desaparecer y que se
acerca la hora. Esta noche, está especialmente sediento y, mientras allí
descansa, ya despierto, con el smoking y la capa forrada de rojo confeccionada
en Londres, esperando sentir con espectral exactitud el momento preciso en que
la oscuridad es total antes de abrir la tapa y salir, decide quiénes serán las
víctimas de esta velada. El panadero y su mujer, reflexiona. Suculentos,
disponibles y nada suspicaces. El pensamiento de esta pareja despreocupada,
cuya confianza ha cultivado con meticulosidad, excita su sed de sangre y apenas
puede aguantar estos últimos segundos de inactividad antes de salir del ataúd y
abalanzarse sobre
sus presas.
De pronto, sabe que
el sol se ha ido. Como un ángel del infierno, se levanta rápidamente, se
metamorfosea en murciélago y vuela febrilmente a la casa de sus tentadoras
víctimas.
—¡Vaya, conde
Drácula, qué agradable sorpresa! —dice la mujer del panadero al abrir la puerta
para dejarlo pasar. (Asumida otra vez su forma humana, entra en la casa
ocultando, con una sonrisa encantadora, su rapaz objetivo.)
—¿Qué le trae por
aquí tan temprano? —pregunta el panadero.
—Nuestro compromiso
de cenar juntos —contesta el conde—. Espero no haber cometido un error. Era
esta noche, ¿no?
—Sí, esta noche,
pero aún faltan siete horas.
—¿Cómo dice?
—inquiere Drácula echando una mirada sorprendida a la habitación.
—¿O es que ha
venido a contemplar el eclipse con nosotros?
—¿Eclipse?
—Así es. Hoy
tenemos un eclipse total.
—¿Qué dice?
—Dos minutos de
oscuridad total a partir de las doce del mediodía.
—¡Vaya por Dios!
¡Qué lío!
—¿Qué le pasa,
señor conde?
—Perdóneme...
debo...
—¿Qué, señor conde?
—Debo irme...
Hem... ¡Oh, qué lío!... —y, con frenesí, se aferra al picaporte de la puerta.
—¿Ya se va? Si
acaba de llegar.
—Sí, pero, creo
que...
—Conde Drácula,
está usted muy pálido.
—¿Sí? Necesito un
poco de aire fresco. Me alegro de haberlos visto...
—¡Vamos! Siéntese.
Tomaremos un buen vaso de vino juntos.
—¿Un vaso de vino?
Oh, no, hace tiempo que dejé la bebida., ya sabe, el hígado y todo eso. Debo
irme ya. Acabo de acordarme que dejé encendidas las luces de mi castillo...
Imagínese la cuenta que recibiría a fin de mes...
—Por favor —dice el
panadero pasándole al conde un brazo por el hombro en señal de amistad—. Usted
no molesta. No sea tan amable. Ha llegado temprano, eso es todo.
—Créalo, me
gustaría quedarme, pero hay una reunión de viejos condes rumanos al otro lado
de la ciudad y me han encargado la comida.
—Siempre con
prisas. Es un milagro que no haya tenido un infarto. —Sí, tiene razón, pero
ahora...
—Esta noche haré
pilaf de pollo —comenta la mujer del panadero—. Espero que le guste.
—¡Espléndido,
espléndido! —dice el conde con una sonrisa empujando a la buena mujer sobre un
montón de ropa sucia. Luego, abriendo por equivocación la puerta de un armario,
se mete en él—. Diablos, ¿dónde está esa maldita puerta?
—Ja, ja! —se ríe la
mujer del panadero—. ¡Qué ocurrencias tiene, señor conde!
—Sabía que le
divertiría —dice Drácula con una sonrisa for¬zada—, pero ahora déjeme pasar.
Por fin, abre la
puerta, pero ya no le queda tiempo.
—¡Oh, mira, mamá
—dice el panadero—, el eclipse debe de haber terminado! Vuelve a salir el sol.
—Así es —dice
Drácula cerrando de un portazo la puerta de entrada—. He decidido quedarme.
Cierren todas las persianas, rápido, ¡rápido! ¡No se queden ahí!
—¿Qué persianas?
—preguntó el panadero.
—¿No hay? ¡Lo que
faltaba! ¡Qué par de...! ¿Tendrán al menos un sótano en este tugurio?
—No —contesta
amablemente la esposa—. Siempre le digo a Jarslov que construya uno, pero nunca
me presta atención. Ese Jarslov...
—Me estoy ahogando.
¿Dónde está el armario?
—Ya nos ha hecho
esa broma, señor conde. Ya nos ha hecho reír lo nuestro.
—¡Ay... qué
ocurrencia tiene!
—Miren, estaré en
el armario. Llámenme a las siete y media.
Y, con esas
palabras, el conde entra en el armario y cierra la puerta.
—Ja, ja...! ¡Qué
gracioso es, Jarslov!
—Señor conde, salga
del armario. Deje de hacer burradas.
Desde el interior
del armario, llega la voz sorda de Drácula.
—No puedo... de
verdad. Por favor, créanme. Tan sólo permítanme quedarme aquí. Estoy muy bien.
De verdad.
—Conde Drácula,
basta de bromas. Ya no podemos más de tanto reírnos.
—Pero, créanme, me
encanta este armario.
—Sí, pero...
—Ya sé, ya sé...
parece raro y sin embargo aquí estoy, encantado. El otro día precisamente le
decía a la señora Hess, deme un buen armario y allí puedo quedarme durante
horas. Una buena mujer, la señora Hess. Gorda, pero buena... Ahora, ¿por qué no
hacen sus cosas y pasan a buscarme al anochecer? Oh, Ramona, la la la la la,
Ramona...
En aquel instante
entran el alcalde y su mujer, Katia. Pasaban por allí y habían decidido hacer
una visita a sus buenos amigos, el panadero y su mujer.
—¡Hola, Jarslov!
Espero que Katia y yo no te molestemos.
—Por supuesto que
no, señor alcalde. Salga, conde Drácula. ¡Tenemos visita!
—¿Está aquí el
conde? —pregunta el alcalde, sorprendido.
—Sí, y nunca
adivinaría dónde está —dice la mujer del panadero.
—¡Qué raro es verlo
a esta hora! De hecho, no puedo recordar haberle visto ni una sola vez durante
el día.
—Pues bien, aquí
está. ¡Salga de ahí, conde Drácula!
—¿Dónde está?
—pregunta Katia sin saber si reír o no.
—¡Salga de ahí
ahora mismo! ¡Vamos! —La mujer del panadero se impacienta.
—Está en el armario
—dice el panadero con cierta vergüenza.
—¡No me digas!
—exclama el alcalde.
—¡Vamos! —dice el
panadero con un falso buen humor mientras llama a la puerta del armario—. Ya
basta. Aquí está el alcalde.
—Salga de ahí,
conde Drácula —grita el alcalde—. Tome un vaso de vino con nosotros.
—No, no cuenten
conmigo. Tengo que despachar unos asuntos pendientes.
—¿En el armario?
—Sí, no quiero
estropearles el día. Puedo oír lo que dicen. Estaré con ustedes en cuanto tenga
algo que decir.
Se miran y se
encogen de hombros. Sirven vino y beben.
—Qué bonito el
eclipse de hoy —dice el alcalde tomando un buen trago.
—¿Verdad? —dice el
panadero—. Algo increíble.
—¡Dígamelo a mí!
¡Espeluznante! —dice una voz desde el armario.
—¿Qué, Drácula?
—Nada, nada. No
tiene importancia.
Así pasa el tiempo
hasta que el alcalde, que ya no puede soportar esa situación, abre de golpe la
puerta del armario y grita:
—¡Vamos, Drácula!
Siempre pensé que usted era una persona sensata. ¡Déjese de locuras!
Penetra la luz del
día; el diabólico monstruo lanza un grito desgarrador y lentamente se disuelve
hasta convertirse en un esqueleto y luego en polvo ante los ojos de las cuatro
personas presentes. Inclinándose sobre el montón de ceniza blanca, la mujer del
panadero pega un grito:
—¡Se ha fastidiado
mi cena!
No hay comentarios:
Publicar un comentario