viernes, 24 de noviembre de 2017

Séptima, la encantada - (Marcel Schwob Vidas imaginarias)


SÉPTIMA
Encantadora

Séptima fue esclava bajo el sol africano, en la ciudad de Hadrumeto. Y su madre Amoena fue esclava, y la madre de ésta fue esclava, y todas fueron bellas y obscuras, y los dioses infernales les revelaron filtros de amor y de muerte. La ciudad de Hadrumeto era blanca y las piedras de la casa donde vivía Séptima eran de un rosa trémulo. Y la arena de la playa estaba sembrada de Conchitas que arrastra el mar tibio desde la tierra de Egipto, en el lugar donde las siete bocas del Nilo derraman siete limos de diversos colores. En la casa marítima donde vivía Séptima, se oía morir la franja de plata del Mediterráneo y, a sus pies, un abanico de líneas azules resplandecientes se desplegaba hasta al ras del cielo. Las palmas de las manos de Séptima estaban enrojecidas por el oro, y la punta de sus dedos pintada; sus labios olían a mirra y sus párpados ungidos se estremecían suavemente. Así iba por los caminos de las afueras, llevando a la casa de los sirvientes una cesta de panes tiernos.
Séptima se enamoró de un joven libre, Sextilio, hijo de Dionisia. Pero no les está permitido ser amadas a aquellas que conocen los misterios subterráneos, ya que están sometidas al adversario del amor, que se llama Anteros. Y así como Eros gobierna el centelleo de los ojos y aguza las puntas de las flechas, Anteros desvía las miradas y atenúa la acritud de los dardos. Es un dios bienhechor que mora en medio de los muertos. No es cruel, como el otro. Posee el nepentas que da el olvido. Y porque sabe que el amor es el peor de los dolores terrestres, odia y cura el amor. Sin embargo, no tiene el poder de echar a Eros de un corazón ocupado. Entonces toma el otro corazón.
Así Anteros lucha contra Eros. Por esto fue que Sextilio no pudo amar a Séptima. Tan pronto como Eros hubo llevado su antorcha al seno de la iniciada, Anteros, irritado, se apoderó de aquel a quien ella quería amar.
Séptima supo del poder de Anteros en la mirada baja de Sextilio. Y cuando el temblor púrpura aferró al aire de la tarde, salió por el camino que va desde Hadrumeto hasta el mar. Es un camino apacible donde los enamorados beben vino de dátiles recostados en las murallas pulidas de las tumbas. La brisa oriental sopla su perfume sobre la necrópolis. La joven luna, todavía velada, va allí a vagabundear, incierta. Muchos muertos embalsamados alardean alrededor de Hadrumeto en sus sepulturas. Y allí dormía Foinisa, hermana de Séptima, esclava como ella, muerta a los dieciséis años, antes de que ningún hombre hubiese respirado su olor. La tumba de Foinisa era estrecha como su cuerpo. La piedra abrazaba sus senos oprimidos por vendas. Muy cerca de su frente baja una larga losa cortaba su mirada vacía. De sus labios ennegrecidos se elevaba todavía el vapor de los aromas en que la habían empapado. En su mano quieta brillaba un anillo de oro verde con dos rubíes pálidos y turbios incrustados. Soñaba eternamente en su sueño estéril con las cosas que no había conocido.
Bajo la blancura virgen de la luna nueva, Séptima se tendió junto a la tumba estrecha de su hermana, contra la buena tierra. Lloró y pegó su rostro a la guirnalda esculpida.
Acercó su boca al conducto por donde se vierten las libaciones y su pasión brotó:
–Oh, hermana mía, apártate de tu sueño para escucharme. La pequeña lámpara que ilumina las primeras horas de los muertos se apagó. Has dejado deslizar de tus dedos la ampolla de vidrio coloreada que te habíamos dado. El hilo de tu collar se rompió y los granos de oro se derramaron alrededor de tu cuello. Ya nada de nosotros es tuyo y ahora aquel que tiene un halcón en la cabeza te posee. Escúchame, pues tú tienes el poder de llevar mis palabras. Ve a la celda que tú sabes y suplícale a Anteros. Suplícale a la diosa Hator. Suplícale a aquel cuyo cadáver despedazado fue llevado por el mar en un cofre hasta Biblos. Hermana mía, ten piedad de un dolor desconocido. Por las siete estrellas de los magos de Caldea, yo te conjuro. Por las potencias infernales que se invocan en Cartago, Jao, Abriao, Salbaal y Batbaal, recibe mi encantamiento. Haz que Sextilio, hijo de Dionisia, se consuma de amor por mí, Séptima, hija de nuestra madre Amoena. Que arda en la noche; que me busque junto a tu tumba. ¡Oh, Foinisa! O llévanos a los dos a la morada tenebrosa, poderosa. Ruega a Anteros que enfríe nuestros alientos si le niega a Eros que los encienda. Muerta perfumada, acoge la libación de mi voz. ¡Ashrammachalada!
Inmediatamente, la virgen vendada se levantó y penetró en la tierra mostrando los dientes.
Y Séptima, avergonzada, corrió por entre los sarcófagos. Hasta la segunda noche permaneció en compañía de los muertos. Espió a la luna fugitiva. Ofreció su garganta a la mordedura salada del viento marino. 
Fue acariciada por el primer oro del día.
Después volvió a Hadrumeto y su larga camisa azul flotaba detrás de ella.
Mientras tanto, Foinisia, rígida, erraba por los circuitos infernales. Y aquel que tiene un halcón en la cabeza no escuchó su ruego. Y la diosa Hator permaneció tendida en su funda pintada. Y Foinisia no pudo encontrar a Anteros, pues ella no conocía el deseo.
Pero en su corazón mustio sintió la piedad que los muertos tienen para con los vivos.
Entonces, a la segunda noche, a la hora en que los cadáveres se liberan para consumar los encantamientos, hizo que sus pies atados se movieran por las calles de Hadrumeto.
Sextilio temblaba acompasadamente, agitado por los suspiros del sueño, con el rostro vuelto hacia el techo de su habitación surcado de rombos. Y Foinisia, muerta, envuelta en las vendas olorosas, se sentó a su lado.
Y ella no tenía ni cerebro ni vísceras; pero su corazón desecado había sido puesto de nuevo en su pecho.
Y en ese momento Eros luchó contra Anteros, y se apoderó del corazón embalsamado de Foinisia. En seguida deseó el cuerpo de Sextilio, para que estuviese acostado entre
ella y su hermana Séptima en la casa de las tinieblas.
Foinisia posó sus labios tintados en la boca viva de Sextilio y la vida escapó de él como una burbuja. Después se encaminó a la celda de esclava de Séptima y la tomó de la mano. Y Séptima, dormida, se dejó llevar por la mano de la hermana. Y el beso de Foinisia y el abrazo de Foinisia hicieron morir, casi a la misma hora de la noche, a Séptima y a Sextilio. Tal fue el desenlace fúnebre de la lucha de Eros contra Anteros; y las potencias infernales recibieron una esclava y un hombre libre al mismo tiempo.
Sextilio está acostado en la necrópolis de Hadrumeto, entre Séptima, la encantadora y su hermana virgen Foinisia. El texto del encantamiento está inscripto en la placa de plomo, enrollada y perforada por un clavo, que la encantadora deslizó por el conducto de las libaciones en la tumba de su hermana.




martes, 21 de noviembre de 2017

Para acabar con las novelas policiacas (Woody Allen)



Para acabar con las novelas policíacas
El gran jefe

Estaba sentado en mi oficina limpiando el cañón de mi 38 y preguntándome cuál sería mi próximo caso. Me gusta ser detective privado. Cierto, tiene sus inconvenientes, me han dejado más de una vez las encías hechas papilla, pero el dulce aroma de los billetes de banco tiene también sus ventajas. Nada que ver con las mujeres, que son una preocupación menor para mí y que coloco, en mi escala de valores, justo antes del acto de respirar. Por eso, cuando se abrió la puerta de mi oficina y entró una rubia de pelo largo llamada Heather Butkiss y me dijo que era modelo y que necesitaba mi ayuda, mis glándulas salivares se pusieron a segregar desaforadamente. Llevaba una minifalda y un jersey ajustado, y su cuerpo describió una serie de parábolas que habrían podido provocar un ataque cardíaco a un buey.
—¿Qué puedo hacer por ti, muñeca?
—Quiero que encuentre a una persona.
—¿Una persona perdida? ¿Has hablado con la policía?
—No exactamente, señor Lupowitz.
—Llámame Kaiser, muñeca. Pues bien, ¿de quién se trata?
—Dios.
—¿Dios?
—Así es, Dios. El Creador, el Principio Universal, el Ser Supremo, el Todopoderoso. Quiero que usted me lo encuentre.
Ha desfilado ya por mi oficina más de un buen bocado, pero, cuando una chica está tan buena como ésta, uno debe escucharla hasta el final.
—¿Por qué?
—Kaiser, eso es asunto mío. Usted ocúpese de encontrarlo.
—Lo siento, bombón. No has dado con el tipo adecuado...
—Pero, ¿por qué?
—... a no ser que me des toda la información —dije poniéndome de pie.
—Está bien, está bien —dijo ella y se mordió el labio inferior. Enderezó las costuras de sus medias, gesto hecho evidentemente para mí, pero, cuando trabajo, trabajo, y no era el momento de andarse con tonterías.
—No nos apartemos del tema, nena.
—Bueno, la verdad es... que en realidad no soy modelo.
—¿No?
—No. Tampoco me llamo Heather Butkiss. Soy Claire Rosensweig, y estudio en Vassar. Filosofía. Historia del pensamiento occidental y todo eso. Tengo que entregar un trabajo en enero. Sobre religión occidental. Todas las chicas de la clase entregarán estudios teóricos. Pero yo ¡quiero saber! El profesor Grebanier dijo que si alguien descubre la Verdad puede llegar a aprobar el curso. Y mi padre me prometió un Mercedes si apruebo con sobresaliente.
Abrí un paquete de Lucky, luego otro de chicle, y mastiqué el cigarrillo y fumé el chicle. La historia empezaba a interesarme. Una estudiante demasiado mimada. Inteligente y con un cuerpo por el que reto a cualquiera haber visto otro mejor.
—Su Dios, ¿qué aspecto tiene?
—Nunca Lo he visto.
—Entonces, ¿cómo sabes que existe?
—Eso es lo que usted tiene que averiguar.
—¡Ah! ¿Con que no sabes qué aspecto tiene? ¿Ni dónde debo empezar a buscarlo?
—No, en realidad, no. Aunque sospecho que está en todas partes. En el aire, en cada flor, en usted y en mí... y en esta silla.
—Ya.
Así que la chica era panteísta. Tomé nota mental del detalle y dije que haría un esfuerzo por cien dólares al día, gastos apar¬te y una cena con ella. Sonrió y aceptó en el acto. Bajamos juntos en el ascensor. Afuera anochecía. Quizá Dios exista, o quizá no, pero en alguna parte de esta ciudad con seguridad había un montón de tipos que iban a tratar de impedirme averiguarlo.
Mi primera pista fue la del rabino Itzhak Wiseman, un clérigo local que me debía un favor por haberle averiguado quién le ponía cerdo en el sombrero. Me di cuenta en el acto de que algo no pita¬ba cuando le hice unas preguntas, porque se azaró mucho. Estaba asustado.
—Por supuesto que existe ya-sabe-quién, pero no puedo siquiera pronunciar Su nombre, de lo contrario me fulminaría en el acto. Entre nosotros, le diré que jamás he podido comprender por qué alguien se vuelve tan quisquilloso al pronunciar Su nombre.
—¿Le ha visto alguna vez?
—¿Yo? ¿Está bromeando? ¡Suerte tengo si alcanzo a ver a mis nietos!
—Entonces ¿cómo sabe que existe?
—¿Cómo lo sé? ¡Vaya pregunta! ¿Podría comprarme un traje como éste por catorce dólares si no hubiera nadie allá arriba? ¡Toque, toque esta tela de gabardina!
¿Cómo puede dudar?
—¿No tiene ninguna otra prueba?
—Oiga, ¿qué es para usted el Antiguo Testamento? ¿Un plato de garbanzos? ¿Cómo cree que Moisés pudo sacar a los israelitas de Egipto? ¿Con una sonrisa y un claqué americano? Créame, ¡no se abren las aguas del Mar Rojo con polvo de rascarse! Se necesita poder.
—Así pues, es un duro, ¿eh?
—Sí, un duro. Podría pensarse que con tantos éxitos estaría más amable, pero no.
—¿Cómo es que sabe usted tanto?
—Porque somos el Pueblo Elegido. Cuida más de nosotros que de todas Sus demás criaturas. Este es un tema que, por cierto, también me gustaría comentar con El.
—¿Cuánto Le pagáis para ser los elegidos?
—No me lo pregunte.
Entonces, así iba la cosa. Los judíos estaban liados con Dios hasta el cuello.
El viejo negocio de la protección. Los cuidaba mientras pasaran por caja. Y por la manera en que hablaba el rabino Wiseman, El encajaba lo suyo. Me metí en un taxi y me fui al salón de billar Dany en la Décima Avenida. El gerente era un tipo pequeñito y sucio al que no podía tragar.
—¿Está Chicago Phil?
—¿Quién quiere saberlo?
Lo agarré por las solapas pellizcando a la vez un poco de piel.
—¿Qué pasa, basura?
—En la sala del fondo — dijo cambiando de actitud.
Chicago Phil. Falsificador, asaltante de bancos, hombre duro y ateo confeso.
—El tío nunca existió, Kaiser. Información de buena tinta. Es un bulo. No existe tal gran jefe. Es un sindicato internacional. Casi todo en manos de sicilianos. Pero no hay una cabeza visible. Salvo quizás, el Papa.
—Tengo que ver al Papa.
—Se puede arreglar —dijo guiñando un ojo.
—¿Te dice algo el nombre Claire Rosensweig?
—No.
—¿Y Heather Butkiss?
—¡Eh, espera un minuto! ¡Sí, claro, ya lo tengo! Esa rubia teñida que anda por ahí con los tipos de Radcliffe.
—¿Radcliffe? Me dijo Vassar.
—Pues te está mintiendo. Es maestra en Radcliffe. Estuvo liada con un filósofo durante un tiempo.
—¿Panteísta?
—No, empirista, que yo recuerde. Un tipo de poco fiar. Rechazaba completamente a Hegel y a cualquier metodología dialéctica.
—Conque uno de ésos, ¿eh?
—Sí. Primero fue batería en un trío de jazz. Luego, se dedicó al Positivismo Lógico. Cuando el asunto le fue mal, inventó el Pragmatismo. Lo último que supe de él fue que había robado dinero para montar un curso sobre Schopenhauer en Columbia. A los compañeros les gustaría ponerle la mano encima, o dar con sus libros de texto para poder revenderlos.
—Gracias, Phil.
—Hazme caso, Kaiser. No hay nadie por encima de nosotros. Sólo el vacío. No podría emitir todos esos talones falsos ni joder a la gente como lo hago si por un segundo tuviera conciencia de un Ser Supremo. El universo es estrictamente fenomenológico. No hay nada eterno. Nada tiene sentido.
—¿Quién ganó la quinta en Aqueduct?
—Santa Baby.
—Esto sí tiene sentido.
Tomé una cerveza en O'Rourke y traté de hilvanar todos los datos, pero no dio resultado. Sócrates era un suicida, o por lo menos eso decían. A Cristo lo mataron. Nietzsche murió loco. Si había realmente alguien responsable de todo eso, era lógico que quisiera que se guardara el secreto.
Y ¿por qué había mentido Claire Rosensweig acerca de Vassar? ¿Podía haber tenido
razón Descartes? ¿Era el universo dualista?¿O es que Kant dio en el clavo cuando postuló la existencia de Dios por razones morales?
Aquella noche cené con Claire. Diez minutos después de que pagara ella la cuenta estábamos en la cama y, hermano, te regalo todo el pensamiento occidental. Organizó para mí una demostración de gimnasia que se hubiera llevado la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de la Tía Juana. Más tarde, descansó sobre la almohada a mi lado con sus largos cabellos rubios desparramados. Nuestros cuerpos, desnudos aún, estaban entrelazados. Yo fumaba y miraba el techo.
—Claire, ¿y si Kierkegaard tuviera razón?
—¿Qué quieres decir?
—Si realmente jamás se pudiera saber. Sólo tener fe,
—Esto es absurdo.
—No seas tan racionalista.
—Nadie es racionalista, Kaiser. —Encendió un cigarrillo—. Lo único que te pido es que no empieces con la ontología. No en este momento. No podría aguantar que fueras ontólogo conmigo, Kaiser.Se había mosqueado. Me acerqué para besarla cuando sonó el teléfono. Ella contestó.
—Es para ti.
La voz al otro lado de la línea era la del sargento Reed, de Homicidios.
—¿Todavía a la caza de Dios?
—Sí.
—¿Un ser Todopoderoso? ¿El Creador? ¿El Principio Universal? ¿El Ser Supremo?
—Así es.
—Un tipo que se ajusta a la descripción acaba de aparecer en el depósito de cadáveres. Mejor que venga a echarle un vistazo.
Era El sin lugar a dudas y, por lo que quedaba de él, se trataba de un trabajo profesional.
—Ya estaba muerto cuando Lo trajeron.
—¿Dónde Lo encontraron?
—En un depósito de la calle Delancey.
—¿Alguna pista?
—Es el trabajo de un existencialista. Estamos seguros.
—¿Cómo lo sabéis?
—Todo hecho muy al azar. No parece que hayan seguido ningún sistema. Un impulso.
—¿Un crimen pasional?
—Eso es. Lo cual significa que eres sospechoso, Kaiser.
—¿Por qué yo?
—Todos los muchachos del departamento conocen tu ideal sobre Jaspers.
—Eso no me convierte en un asesino.
—Aún no, pero sí en un sospechoso.
Una vez en la calle, llené mis pulmones de aire puro y traté de poner orden en mis ideas. Tomé un taxi a Newark y caminé cien metros hasta el restaurante italiano Giordino. Allí, en una mesa del fondo, estaba Su Santidad. Era el Papa, seguro. Sentado con dos tipos que yo había visto media docena de veces en las comisaría en sesiones de identificación.
—Siéntate —dijo levantando los ojos de sus spaghetti. Me acercó el anillo. Sonreí mostrando todos los dientes, pero no se lo besé. Le molestó, y yo me alegré. Un punto para mí—. ¿Te gustarían unos spaghetti?
—No gracias, Santidad. Pero siga comiendo, que no se le enfríen.
—¿No quieres nada? ¿Ni siquiera una ensalada?
—Acabo de comer.
—Como quieras, pero mira que aquí sirven una estupenda salsa Roquefort con la ensalada. No como en el Vaticano, donde es imposible conseguir una comida decente.
—Iré al grano, Pontífice. Estoy buscando a Dios.
—Has llamado a la puerta adecuada.
—Entonces, ¿existe?
Mi pregunta les pareció divertida y se rieron. El hampón sentado a mi lado, dijo:
—¡Eso sí tiene gracia! ¡Un chico inteligente que quiere saber si El existe!
Moví la silla para estar más cómodo y coloqué mi pierna izquierda sobre el dedo gordo de su pie.
—¡Lo siento! —dije, pero el tipo estaba que bramaba.
El Papa tomó la palabra:
—Por supuesto que El existe, Lupowitz. Yo soy el único que se comunica con El. Sólo habla a través de mí.
—¿Por qué usted, amigo?
—Porque yo soy quien lleva el traje rojo.
—¿Este atuendo?
—¡No toques con esos dedos sucios! Me levanto cada mañana, me pongo este traje rojo y, de pronto, me convierto en un gran queso. Todo está en el traje. Imagínate si anduviera por ahí en pantalones estrechos y en camiseta, ¿qué sería de la cristiandad?
—¡El opio del pueblo! ¡Ya me lo temía! ¡Dios no existe!
—No lo sé. Pero ¿qué más da? Mientras haya dinero...
—¿No le preocupa que la tintorería no le devuelva a tiempo el traje rojo y vuelva a ser como todos nosotros?
—Utilizo un servicio especial de veinticuatro horas. Vale la pena gastarse un poco más y estar seguro.
—¿El nombre Claire Rosensweig le dice algo?
—Seguro. Está en el Departamento de Ciencias de Bryn Mawr.
—¿Ciencias, dice? Gracias.
—¿Por qué?
—Por la respuesta, Pontífice.
Me metí en un taxi y crucé volando el puente George Washington. En el camino, me detuve en mi oficina para hacer unas verificaciones rápidas. Durante el trayecto hacia el piso de Claire, aclaré el rompecabezas. Las piezas, por primera vez, encajaban a la perfección. Cuando llegué a su casa, ella llevaba su diáfana bata y parecía estar preocupada por algo.
—Dios ha muerto. La policía estuvo aquí. Te están buscando. Piensan que ha sido un existencialista.
—No, querida, fuiste tú.
—¿Qué? No hagas bromas, Kaiser.
—Tú fuiste quien lo hizo.
—¿Qué estás diciendo?
—Tú, angelito. Ni Heather Butkiss ni Claire Rosensweig, sino la doctora Ellen Shepherd.
—¿Cómo supiste mi nombre?
—Profesora de física en Bryn Mawr. La persona más joven que ha llegado a estar al frente de un departamento en esa universidad. Durante la fiesta de fin de curso, te liaste con un músico de jazz que se inyecta mucha filosofía. Está casado, pero eso no te detuvo. Un par de noches revoleándote con él en el heno y ya te pareció que era el gran amor. Pero no funcionó, porque alguien se interpuso entre los dos: ¡Dios! Ves, muñeca, él creía, o quería creer, pero tú, con esa hermosa cabecita científica, necesitabas la certeza absoluta.
—No, Kaiser, te lo juro.
—Entonces, simulas estudiar filosofía porque eso te da la posibilidad de eliminar ciertos obstáculos. Te deshaces de Sócrates con cierta facilidad, pero aparece Descartes y, entonces, te sirves de Spinoza para liquidar a Descartes y, cuando llega Kant, también tienes que eliminarlo.
—No sabes lo que dices.
—A Leibnitz lo hiciste picadillo, pero eso no fue suficiente porque sabías que, si alguien oía hablar a Pascal, estabas lista entonces, también a él tenías que sacártelo de encima, pero allí fue donde cometiste el error, porque confiaste en Martin Buber. Te falló la suerte. Creía en Dios y, por tanto, tenías que librarte del mismo Dios y, por si fuera poco, por tus propias manos.
—¡Kaiser, estás loco!
—No, nena. Te hiciste pasar por panteísta creyendo que eso te conduciría hasta El, si es que El existía, y existía. Te llevó a la fiesta Shelby y, cuando Jason no miraba, lo mataste.
—¿Quién diablos son Shelby y Jason?
—¿Qué importancia tiene? Ahora, de cualquier modo, la vida es absurda.
—Kaiser —dijo ella, presa de un repentino estremecimiento— ¿me entregarás?
—¿Cómo no, muñeca? Cuando el Ser Supremo recibe una paliza como ésta, alguien tiene que pagar los platos rotos.
—Oh, Kaiser, podemos escaparnos juntos, lejos de aquí. Sólo nosotros dos. Podríamos olvidar la filosofía. Establecernos en algún lugar y, tal vez, más tarde, dedicarnos a la semántica.
—Lo lamento, nena. No hay trato.
Ya estaba bañada en lágrimas cuando empezó a bajarse la bata por los hombros. Quedó de pronto desnuda ante mí como una Venus cuyo cuerpo parecía decirme: «Tómame, soy tuya».. Una Venus cuya mano derecha me acariciaba el pelo mientras la izquierda empuñaba una 45 que apuntaba a mi espalda. Le descargué en el cuerpo mi 38 antes de que pudiera apretar el gatillo; dejó caer la pistola y se dobló con un gesto de total sorpresa.
—¿Cómo pudiste hacerlo, Kaiser?
Se debilitaba rápidamente, pero me las arreglé para contarle el resto de la historia.
—La manifestación del universo, como una idea compleja en sí misma, en oposición al hecho de ser interior o exterior a su propia Existencia, es inherente a la Nada conceptual en relación con cualquier forma abstracta existente, por existir, o habiendo existido en perpetuidad sin estar sujeto a las leyes de la física, o al análisis de ideas relacionadas con la antimateria, o la carencia de Ser objetivo o subjetivo, y todo lo demás.
Era un concepto sutil, pero espero que lo haya pescado antes de morir.


FIN



Para acabar con las películas de terror (Woody Allen)



Para acabar con las películas de terror
El conde Drácula

En algún lugar de Transilvania yace Drácula, el monstruo, durmiendo en su ataúd y aguardando a que caiga la noche. Como el contacto con los rayos solares le causaría la muerte con toda seguridad, permanece en la oscuridad en su caja forrada de raso que lleva sus iniciales inscritas en plata. Luego, llega el momento de la oscuridad y, movido por un instinto milagroso, el demonio emerge de la seguridad de su escondite y, asumiendo las formas espantosas de un murciélago o un lobo, recorre los alrededores y bebe la sangre de sus víctimas.
Por último, antes de que los rayos de su gran enemigo, el sol, anuncien el nuevo día, se apresura a regresar a la seguridad de su ataúd protector y se duerme mientras vuelve a comenzar el ciclo.
Ahora, empieza a moverse. El movimiento de sus cejas responde a un instinto milenario e inexplicable, es señal de que el sol está a punto de desaparecer y que se acerca la hora. Esta noche, está especialmente sediento y, mientras allí descansa, ya despierto, con el smoking y la capa forrada de rojo confeccionada en Londres, esperando sentir con espectral exactitud el momento preciso en que la oscuridad es total antes de abrir la tapa y salir, decide quiénes serán las víctimas de esta velada. El panadero y su mujer, reflexiona. Suculentos, disponibles y nada suspicaces. El pensamiento de esta pareja despreocupada, cuya confianza ha cultivado con meticulosidad, excita su sed de sangre y apenas puede aguantar estos últimos segundos de inactividad antes de salir del ataúd y
abalanzarse sobre sus presas.
De pronto, sabe que el sol se ha ido. Como un ángel del infierno, se levanta rápidamente, se metamorfosea en murciélago y vuela febrilmente a la casa de sus tentadoras víctimas.
—¡Vaya, conde Drácula, qué agradable sorpresa! —dice la mujer del panadero al abrir la puerta para dejarlo pasar. (Asumida otra vez su forma humana, entra en la casa ocultando, con una sonrisa encantadora, su rapaz objetivo.)
—¿Qué le trae por aquí tan temprano? —pregunta el panadero.
—Nuestro compromiso de cenar juntos —contesta el conde—. Espero no haber cometido un error. Era esta noche, ¿no?
—Sí, esta noche, pero aún faltan siete horas.
—¿Cómo dice? —inquiere Drácula echando una mirada sorprendida a la habitación.
—¿O es que ha venido a contemplar el eclipse con nosotros?
—¿Eclipse?
—Así es. Hoy tenemos un eclipse total.
—¿Qué dice?
—Dos minutos de oscuridad total a partir de las doce del mediodía.
—¡Vaya por Dios! ¡Qué lío!
—¿Qué le pasa, señor conde?
—Perdóneme... debo...
—¿Qué, señor conde?
—Debo irme... Hem... ¡Oh, qué lío!... —y, con frenesí, se aferra al picaporte de la puerta.
—¿Ya se va? Si acaba de llegar.
—Sí, pero, creo que...
—Conde Drácula, está usted muy pálido.
—¿Sí? Necesito un poco de aire fresco. Me alegro de haberlos visto...
—¡Vamos! Siéntese. Tomaremos un buen vaso de vino juntos.
—¿Un vaso de vino? Oh, no, hace tiempo que dejé la bebida., ya sabe, el hígado y todo eso. Debo irme ya. Acabo de acordarme que dejé encendidas las luces de mi castillo... Imagínese la cuenta que recibiría a fin de mes...
—Por favor —dice el panadero pasándole al conde un brazo por el hombro en señal de amistad—. Usted no molesta. No sea tan amable. Ha llegado temprano, eso es todo.
—Créalo, me gustaría quedarme, pero hay una reunión de viejos condes rumanos al otro lado de la ciudad y me han encargado la comida.
—Siempre con prisas. Es un milagro que no haya tenido un infarto. —Sí, tiene razón, pero ahora...
—Esta noche haré pilaf de pollo —comenta la mujer del panadero—. Espero que le guste.
—¡Espléndido, espléndido! —dice el conde con una sonrisa empujando a la buena mujer sobre un montón de ropa sucia. Luego, abriendo por equivocación la puerta de un armario, se mete en él—. Diablos, ¿dónde está esa maldita puerta?
—Ja, ja! —se ríe la mujer del panadero—. ¡Qué ocurrencias tiene, señor conde!
—Sabía que le divertiría —dice Drácula con una sonrisa for¬zada—, pero ahora déjeme pasar.
Por fin, abre la puerta, pero ya no le queda tiempo.
—¡Oh, mira, mamá —dice el panadero—, el eclipse debe de haber terminado! Vuelve a salir el sol.
—Así es —dice Drácula cerrando de un portazo la puerta de entrada—. He decidido quedarme. Cierren todas las persianas, rápido, ¡rápido! ¡No se queden ahí!
—¿Qué persianas? —preguntó el panadero.
—¿No hay? ¡Lo que faltaba! ¡Qué par de...! ¿Tendrán al menos un sótano en este tugurio?
—No —contesta amablemente la esposa—. Siempre le digo a Jarslov que construya uno, pero nunca me presta atención. Ese Jarslov...
—Me estoy ahogando. ¿Dónde está el armario?
—Ya nos ha hecho esa broma, señor conde. Ya nos ha hecho reír lo nuestro.
—¡Ay... qué ocurrencia tiene!
—Miren, estaré en el armario. Llámenme a las siete y media.
Y, con esas palabras, el conde entra en el armario y cierra la puerta.
—Ja, ja...! ¡Qué gracioso es, Jarslov!
—Señor conde, salga del armario. Deje de hacer burradas.
Desde el interior del armario, llega la voz sorda de Drácula.
—No puedo... de verdad. Por favor, créanme. Tan sólo permítanme quedarme aquí. Estoy muy bien. De verdad.
—Conde Drácula, basta de bromas. Ya no podemos más de tanto reírnos.
—Pero, créanme, me encanta este armario.
—Sí, pero...
—Ya sé, ya sé... parece raro y sin embargo aquí estoy, encantado. El otro día precisamente le decía a la señora Hess, deme un buen armario y allí puedo quedarme durante horas. Una buena mujer, la señora Hess. Gorda, pero buena... Ahora, ¿por qué no hacen sus cosas y pasan a buscarme al anochecer? Oh, Ramona, la la la la la, Ramona...
En aquel instante entran el alcalde y su mujer, Katia. Pasaban por allí y habían decidido hacer una visita a sus buenos amigos, el panadero y su mujer.
—¡Hola, Jarslov! Espero que Katia y yo no te molestemos.
—Por supuesto que no, señor alcalde. Salga, conde Drácula. ¡Tenemos visita!
—¿Está aquí el conde? —pregunta el alcalde, sorprendido.
—Sí, y nunca adivinaría dónde está —dice la mujer del panadero.
—¡Qué raro es verlo a esta hora! De hecho, no puedo recordar haberle visto ni una sola vez durante el día.
—Pues bien, aquí está. ¡Salga de ahí, conde Drácula!
—¿Dónde está? —pregunta Katia sin saber si reír o no.
—¡Salga de ahí ahora mismo! ¡Vamos! —La mujer del panadero se impacienta.
—Está en el armario —dice el panadero con cierta vergüenza.
—¡No me digas! —exclama el alcalde.
—¡Vamos! —dice el panadero con un falso buen humor mientras llama a la puerta del armario—. Ya basta. Aquí está el alcalde.
—Salga de ahí, conde Drácula —grita el alcalde—. Tome un vaso de vino con nosotros.
—No, no cuenten conmigo. Tengo que despachar unos asuntos pendientes.
—¿En el armario?
—Sí, no quiero estropearles el día. Puedo oír lo que dicen. Estaré con ustedes en cuanto tenga algo que decir.
Se miran y se encogen de hombros. Sirven vino y beben.
—Qué bonito el eclipse de hoy —dice el alcalde tomando un buen trago.
—¿Verdad? —dice el panadero—. Algo increíble.
—¡Dígamelo a mí! ¡Espeluznante! —dice una voz desde el armario.
—¿Qué, Drácula?
—Nada, nada. No tiene importancia.
Así pasa el tiempo hasta que el alcalde, que ya no puede soportar esa situación, abre de golpe la puerta del armario y grita:
—¡Vamos, Drácula! Siempre pensé que usted era una persona sensata. ¡Déjese de locuras!
Penetra la luz del día; el diabólico monstruo lanza un grito desgarrador y lentamente se disuelve hasta convertirse en un esqueleto y luego en polvo ante los ojos de las cuatro personas presentes. Inclinándose sobre el montón de ceniza blanca, la mujer del panadero pega un grito:
—¡Se ha fastidiado mi cena!













Palabras pintadas / pinturas palabreadas


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lunes, 20 de noviembre de 2017

Utilidad de la poesía (Jaime Jaramillo Escobar)


UTILIDAD DE LA POESÍA

No se sabe cómo quieren los poetas que los publiquen y que los lean, si a todos les ha dado por ponerse a repetir que la poesía no sirve para nada. Malos vendedores de su producto, los poetas. Tenemos que rectificar el error de haber dicho: –“Aquí tiene usted una cosa que no le sirve para nada”. ¿Qué argumento de ventas es ése? Por el contrario, se necesita demostrar la utilidad de la poesía en la vida.
Naturalmente, hay que estar convencidos. Vamos a decir por qué y para qué es útil la poesía, y para quiénes, y cómo pueden sacar mejor provecho de ella (volviéndola del revés cada cierto tiempo) y, por supuesto, ello implica escribir poesía y publicarla.
¿Qué sería de los ciegos sin Homero, sin Milton, sin Borges, que les han dado prestigio y misterio? ¿Y de los mancos sin Cervantes, sin el Aleijadinho con su poesía de piedra, etc.? Nunca se ha visto a un editor quejarse de La Ilíada o La Odisea, ni de Dante. ¿Qué tal un Virgilio, un Horacio, Píndaro o Anacreonte creyendo y explicando que la poesía no sirve para nada?
Si todo termina en desastre, que sea en un bello desastre. La poesía sirve para todo. Recrear el interés alrededor de la poesía no es difícil, pues todavía flota en el ambiente algo de su antiguo prestigio, y el respeto por los grandes poetas es tanto que la gente ni se atreve a leerlos.
Cuántos poemas, tal vez no muy buenos, han conquistado para sus autores la atención de bellas amadas, antes imposibles. Cuántos poemas han logrado para el poeta el favor de un mecenas, la recompensa de un premio, las ilustraciones de Durero, o cualquier otro bien tangible y lucrativo. Muchos compositores han percibido dinero por agregarle música al poema. Cuánto papel (el más caro) se ha vendido para imprimir libros de poemas, así sean pagados por sus propios autores, cuánto han ganado los encuadernadores por ponerle piel a colecciones poéticas, cuántos discos de poemas se han vendido en el mundo desde la invención del fonógrafo, cuántas botellas de whisky se consumieron en el último encuentro
de poetas. Y todas esas son utilidades prácticas de la poesía, sin mencionar las medallas, que tanto han contribuido al desarrollo de esa industria, y sin mencionar la utilidad intelectual. Hay que escribir el poema para la jaqueca, para el dolor de pies, poemas para los artríticos, para la picadura de culebra. Como antes.
Fueron unos poemas los que le hicieron soportable la vida en el calabozo a Pedro Blas Romero. Fue la poesía la que sostuvo la voluntad de Álvaro Mutis en Lecumberri. Hay que escribir también poemas para los presos.
De la poesía de la Biblia han vivido muchos pueblos durante miles de años. Por la poesía tengo un amigo en Recife y otro en un cementerio de Medellín. (Extracto de una carta para Jotamario Arbeláez. Cali 1983 04 05)

NOTAS

1. Poesía es lo que antes no había. GERALDINO BRASIL
2. La poesía es la forma más concisa de decir las cosas. Sin embargo hay individuos que piensan que la poesía es una forma vaga de hablar. MARK Van DOREN
3. Nadie cree que la poesía pueda causar daño alguno. WILLIAM BLAKE
4. La poesía política fue arma de combate durante el siglo pasado, no sólo en esta América, sino en España y en el mundo entero. RAFAEL MAYA
5. El poeta conoce lo que los médicos ignoramos durante mucho tiempo. WILHELM STEKEL
6. Vendrán poetas de pólvora y barreno, con la mecha en la mano, y harán saltar la roca donde aún sigue Prometeo encadenado. LEÓN FELIPE
7. Con un poeta por cada millón de habitantes hay más que suficiente. FERNANDO VALLEJO
8. Yo sé que la poesía es indispensable, pero no sé para qué. / La poesía es un exhibicionismo que se ejerce entre ciegos. JEAN COCTEAU
9. Hay cosas más antiguas que la economía: la poesía. JOHN DOS PASSOS (De brillante porvenir)
10. La poesía representa el esfuerzo más grande del hombre por comunicarse. ALDO PELLEGRINI
11. La función de la poesía es refrescarnos el conocimiento del mundo. MARK Van DOREN










sábado, 18 de noviembre de 2017

Para acabar con las memorias de guerra (Woody Allen)


Para acabar con las memorias de guerra
Las memorias de Schmeed

El torrente literario aparentemente inagotable del Tercer Reich va a seguir fluyendo a caudales con la futura publicación de Las memorias de Friedrich Schmeed, el barbero más famoso de la Alemania en guerra, quien rindió servicios tonsuriales a Hitler y a muchos otros altos funcionarios del gobierno y del aparato militar. Como se puso de manifiesto durante los juicios de Nuremberg, Schmeed no sólo pareció estar siempre en el lugar indicado en el momento oportuno, sino que tenía una «memoria más que total» y, por lo tanto, era el único cualificado para escribir esta guía incisiva de las más secretas anécdotas de la Alemania nazi. A continuación publicamos un breve extracto del libro:
En la primavera de 1940, un gran Mercedes estacionó frente a mi barbería del 127 Koenigstrasse, y Hitler entró en mi barbería. «Sólo quiero un ligero corte», dijo, «y no me saque mucho de arriba.» Le expliqué que tendría que esperar un poco porque Von Ribbentrop estaba antes que él. Hitler dijo que tenía prisa y le pidió a Ribbentrop si podía cederle su turno, pero Ribbentrop insistió en que, si le pasaban delante, el hecho causaría mala impresión en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Entonces, Hitler hizo una rápida llamada telefónica: Ribbentrop fue en el acto transferido al Afrika Korps y Hitler tuvo su corte de pelo. Este tipo de rivalidad era muy frecuente. En cierta ocasión, Göring hizo que la policía detuviera a Heydrich bajo falsas acusaciones para quedarse con la silla al lado de la ventana. Göring era un disoluto y a menudo quería sentarse en el caballito, que yo tenía para los niños en la barbería, para que le cortara el cabello. El alto mando nazi se sintió avergonzado, pero no pudo hacer nada.
Un día, Hess lo desafió: «Hoy quiero yo el caballito, Herr mariscal de campo», le dijo.
«Imposible, lo tengo reservado», replicó Göring. «Tengo órdenes directas del Führer. Me autorizan a sentarme en el caballo mientras me cortan el pelo.» Y Hess enarboló una carta de Hitler notificándolo. Göring se puso lívido. Jamás se lo perdonó a Hess y dijo que en el futuro haría que su mujer le cortara el pelo en casa con un bol. Hitler se rió cuando se enteró de esto, pero Göring había hablado en serio y habría llevado a cabo su
propósito si el Ministerio del Ejército no le hubiera denegado su pedido de tijeras rebajadas.
Me han preguntado si tenía conciencia de las implicaciones morales de lo que hacía. Como declaré ante el tribunal de Nuremberg, no sabía que Hitler era nazi. La verdad es que durante años pensé que trabajaba para la compañía de teléfonos. Cuando al fin me enteré del monstruo que era, ya era demasiado tarde para hacer algo, pues había dado un anticipo para comprar unos muebles. Una vez, casi al final de la guerra, contemplé la posibilidad de abrir un poco la sábana que Hitler tenía atada al cuello y dejar caer por su espalda los pelitos que acababa de cortarle, pero, en el último instante, me traicionaron los nervios.
Un día, en Berchtesgaden, Hitler se dirigió a mí y me dijo: «¿Cómo me quedarían unas patillas?». Speer se rió y Hitler se ofendió. «Estoy hablando en serio, Herr Speer», dijo. «Pienso que tal vez me queden bien unas patillas.» Göring, ese payaso servil, de inmediato estuvo de acuerdo y dijo: «El Führer con patillas —¡qué excelente idea!». Speer seguía en contra. De hecho, era el único con suficiente integridad para decirle al Führer cuándo necesitaba un corte de pelo. «Está muy visto», dijo entonces Speer, «asocio siempre las patillas con Churchill.» Hitler se exasperó. ¿Tendría Churchill la intención de dejarse patillas?, quiso saber, y, de ser así, ¿cuántas y cuándo? Himmler, que, al parecer, estaba a cargo del Servicio de Inteligencia, fue convocado al instante.
Göring se disgustó con la actitud de Speer y le susurró: «¿Por qué levantas olas, eh? Si quiere patillas, déjale tener patillas». Speer, que por lo general era quisquilloso, dijo que Göring era un hipócrita y «un bulto de garbanzos embutido en un uniforme alemán». Göring juró que se vengaría, y más tarde corrió el rumor de que metió en la cama de Speer a guardias especiales de las S.S.
Himmler llegó presa de un gran frenesí. Estaba en plena clase de claqué cuando sonó el teléfono y le convocaron al Berchtesgaden. Temía que se tratase de un cargamento perdido de varios miles de sombreros de papel, en forma de cono, que le había prometido a Rommel para la ofensiva de invierno. (Himmler no estaba acostumbrado a que lo invitaran a cenar al Berchtesgaden porque era corto de vista, y Hitler no podía soportar verle llevarse el tenedor a la cara y clavarse la comida en alguna parte de la mejilla.) Himmler se dio cuenta de que algo iba mal porque Hitler le llamó «enano», algo que sólo hacía cuando estaba de mal humor. De pronto, el Führer dio media vuelta, lo encaró y gritó: «¿Sabe usted si Churchill va a dejarse patillas?».Himmler se puso rojo. «¿Y bien?» Himmler dijo que había corrido el rumor de que Churchill contemplaba esa posibilidad, pero que no había confirmación oficial alguna. En cuanto al tamaño y la cantidad, explicó que era probable que fueran dos y de mediana longitud, pero que nadie se atrevía a afirmarlo antes de tener plena seguridad. Hitler gritó y dio un golpe sobre el escritorio. (Esto representó un triunfo de Göring sobre Speer.) Hitler sacó un mapa y nos mostró cómo pensaba cortar las provisiones de toallas calientes a Inglaterra. Bloqueando los Dardanelos, Doenitz podía conseguir que las toallas no fueran desembarcadas ni pudieran ser aplicadas a los ansiosos rostros ingleses que las esperaban con impaciencia. Pero el punto fundamental seguía sin solución: ¿podía Hitler vencer a Churchill en materia de patillas? Himmler dijo que Churchill llevaba ventaja y que tal vez sería posible alcanzarle. Göring, ese vacuo optimista, dijo que probablemente a Hitler le crecerían más rápido las patillas, y en especial si se concentraba todo el poderío de Alemania en un esfuerzo conjunto. Von Rundstedt, en una reunión del Estado Mayor, dijo que sería un error intentar que crecieran patillas en dos frentes al mismo tiempo y aconsejó que sería más sabio concentrar todos los esfuerzos en una sola buena patilla. Hitler replicó que él podía hacerlo en las dos mejillas de forma simultánea. Rommel estuvo de acuerdo con Von Rundstedt. «Nunca saldrán iguales, mein Führer», dijo, «en todo caso, no si las apura.» Hitler montó en cólera y dijo que eso era asunto suyo y de su barbero. Speer prometió que podía triplicar nuestra producción de crema de afeitar en el otoño y Hitler se puso eufórico. Luego, en el invierno de 1942, los rusos lanzaron una contraofensiva y las patillas dejaron de crecer. Hitler se desalentó temiendo que muy pronto Churchill tendría un excelente aspecto mientras que él seguiría siendo «ordinario», pero poco tiempo después recibimos noticias de que Churchill había abandonado la idea de las patillas por ser demasiado cara. Una vez más, el Führer había probado tener la razón.
Después de la invasión de los aliados, a Hitler el cabello se le puso seco y desordenado. Esto se debió en parte al éxito de los aliados y en parte a los consejos de Goebbels, quien le dijo que se lo lavara cada día. Cuando esto llegó a oídos del general Guderian, éste regresó al acto del frente ruso y le dijo al Führer que no debía ponerse champú en el pelo más de tres veces por semana. Este era el procedimiento que había seguido el Estado Mayor con gran éxito en las dos guerras anteriores. Hitler pasó una vez más por encima de los generales y continuó con el lavado diario. Bormann ayudaba a Hitler a secárselo y siempre parecía estar presente con un peine en la mano. Al final Hitler empezó a depender de Bormann y, antes de mirarse al espejo, siempre hacía que Bormann se mirase primero. A medida que las fuerzas aliadas avanzaban hacia el este, el estado del pelo de Hitler empeoraba. Con el pelo seco y descuidado, Hitler soñaba durante horas seguidas en el corte de pelo y el afeitado que se haría el día en que Alemania ganase la guerra; se haría incluso, quizá, lustrar los zapatos. Ahora me doy cuenta de que nunca tuvo la intención de hacerlo.
Un día, Hess cogió la botella de Vitalis del Führer y se fue a Inglaterra en un avión. El alto mando alemán se enfureció. Creía que Hess iba a entregársela a los aliados a cambio de una amnistía para él. Hitler se enfureció de forma especial cuando se enteró de la noticia porque acababa de salir de la ducha y estaba a punto de acicalarse el pelo. (Tiempo después, Hess explicó en Nuremberg que su plan era hacerle un tratamiento de cráneo a Churchill en un esfuerzo por terminar la guerra. Llegó a hacer agachar a Churchill sobre una palangana, pero en ese momento fue aprehendido.)
A finales de 1944, Göring se dejó el bigote y esto hizo correr el rumor de que pronto reemplazaría a Hitler. Hitler se enfureció y acusó a Göring de deslealtad. «Sólo debe haber un bigote entre los líderes del Reich: ¡el mío!», gritó. Göring argumentó que dos bigotes podían dar al pueblo alemán una mayor sensación de esperanza acerca de la guerra, que iba mal, pero Hitler pensó que no. Luego, en enero de 1945, fracasó una conspiración de varios generales para afeitar el bigote de Hitler mientras dormía y proclamar a Doenitz como nuevo líder, cuando Von Stauffenberg, en la oscuridad del dormitorio de Hitler, sólo le afeitó, por equivocación, una de las cejas. Se proclamó el estado de emergencia y, de improviso, Goebbels apareció en mi barbería. «Acaban de atentar contra el bigote del Führer, pero han fracasado», dijo tembloroso. Goebbels se las arregló para que yo hablara por la radio y me dirigiera al pueblo alemán, lo que hice con el mínimo de notas. «El Führer está en perfecto estado», les aseguré, «todavía está en posesión de su bigote. Repito. El Führer todavía está en posesión de su bigote. Una conspiración para cortárselo ha sido abortada.»
Cerca del final, fui al búnker de Hitler. Las fuerzas aliadas se cernían sobre Berlín, y Hitler opinaba que, si los rusos llegaban primero, necesitaría un corte completo de cabello, pero que, si lo hacían los norteamericanos, podía pasar con un arreglo. Todo el mundo se peleó. En medio de todo esto, Bormann quiso afeitarse y yo le prometí que me pondría a trabajar según un plan detallado. Hitler se puso moroso y distante. Habló de hacerse una raya en el pelo de oreja a oreja y luego afirmó que el desarrollo de la máquina de afeitar eléctrica volcaría la guerra en favor de Alemania. «Seremos capaces de afeitarnos en segundos, ¿eh, Schmeed?», murmuró. Mencionó otras estrategias enloquecidas y dijo que algún día no sólo haría que le cortasen el pelo, sino que le hicieran una permanente. Obsesionado como de costumbre por el tamaño, juró que un día tendría un frondoso peluquín «uno que hará temblar al mundo y requerirá una guardia de honor para peinarlo». Al final, nos estrechamos la mano y le hice un último corte. Me dio una propina de un pfenning. «Ojalá pudiera ser más», dijo, «pero, desde que los aliados invadieron Europa, he estado un poco corto de dinero.»