Taurineando ando
(al maletilla del Samper Mendoza)
“Fueron las monjas las madres del niño aquel que sin padres quedó; con ellas en el convento, su infancia feliz pasó…..”
Su infancia, su juventud también y de no haber sido por aquel feroz toro tigrero, posiblemente también su madurez y su senilidad.
Esta historia se contaría de forma diferente y todo iría “a pedir de boca” de no ser porque desde que el chaval tuvo uso de razón empezó a espiar a sus semejantes en la intimidad del claustro.
También desde que el chaval tuvo uso de razón, empezó a preferir entre las espirituales filas a Sor María, una joven aragonesa, alta, de una belleza incuestionable, una luminosa inteligencia y una bondad enternecedora.
Sor María desarrolló un afecto especial por nuestro valiente jovencito. Frecuentemente se los veía pasear juntos por los amplios jardines del religioso recinto.
Alguna vez sor Mercedes, una monja asturiana, lengüilarga, los sorprendió unidos en un inocente beso. Imagínense el tremendo escándalo que se armó. Sor María fue castigada severamente y obligada a permanecer doce años en su celda orándole al señor para expiar su culpa.
Pasaron unos años y nuestro adolescente comenzó a mostrar un desbordante interés por las fiestas taurinas. Ensayaba en el jardín ante la mirada complaciente de las monjas.
Cierto día una novicia andaluza, quien había adquirido gran simpatía por el jayán se permitió ayudarle en la dura brega. Armada de unos cuernos, avanzaba en dirección al trapo rojo que el mozuelo esgrimía con mucho garbo. Desde entonces, la novicia y el muchacho se hicieron inseparables. La madre superiora vio esta relación con malos ojos así que expulsó de la orden religiosa a la inquieta novicia. Entonces, el pilluelo puso sus dulces ojos en los no menos dulces de Sor Cristina, una monja gallega de hermosa sonrisa, quien corrió suerte parecida a la de sus antecesoras.
Después vinieron en su orden sor Teresa, sor Felipa; sor Angela, sor Floralba, sor Eugenia, sor Teresa del Chaco, sor Isabel, Sor María de los Ángeles y hasta la pura sor Andrea.
La madre superiora, cansada de tomar tan severas decisiones, pero siempre comprensiva y cariñosa, pensó que si el muchacho tomaba la alternativa, posiblemente cesarían sus tesoneros instintos amorosos con sus monjas. Fue así como por intermedio de fray Augusto Perilla, un moje que había sido empresario taurino antes de entrar a la vida consagrada, consiguió una oportunidad para el muchacho, nada menos que en el ruedo de Las Ventas en la capital mundial del arte de Cúchares.
Desde ese momento no hubo otra cosa en el convento que no fuera los preparativos para la gran tarde de Fermincito quien aparecía en el cartel como “El niño de Cocorná” en honor al municipio donde se cree que nació en un lejano país de suramérica,
Esa tarde llegó.
Una tarde hermosa, con sol radiante, la belleza española en todos los tendidos, muchas flores y en barrera, todas las monjas del convento. Vino el paseíllo, música, aplausos….. Suena el clarín.
Primer toro para el debutante; pases artísticos con el capote. Ovación general, tercio de varas, Aplausos, Tercio de Banderillas, Ovación y llega el momento del brindis. El matador coge su muleta. Pide permiso a la Presidencia y va a brindar a las monjas.
Bueno, fue en ese instante y no en otro, cuando el joven torero descubrió los ojos profundamente hermosos de sor Patricia, la monja gaditana que siempre rehuyó a sus avances.
Fue como un relámpago.
Nunca más pudo apartar su vista de esa preciosa mirada que irradiaba orgullo y coquetería.
El toro lo embistió por la espalda, arrinconó a Fermincito contra las tablas y dio varias vueltas al ruedo exhibiendo su humano trofeo que no cesaba de mirar a sor Patricia.
Se escucharon gritos, ayes, alaridos, toda una gama de lamentos, estupor general, llanto.
De los ojos de las monjas brotó un mar de lágrimas, tantas que el ruedo comenzó a inundarse rápidamente. Hubo pánico. Nadie pudo salir, excepto el agua que bañó la ciudad, cubrió todo el valle e hizo temblar a las montañas. Fueron millares y millares de muertos. Una gran catástrofe.
¿Ven ustedes lo peligroso que es el amor que se desborda?
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