martes, 24 de febrero de 2015

Vestido en la vida urbana contemporánea


EL VESTIDO EN LA VIDA URBANA CONTEMPORÁNEA

Lauro Zavala

 

El vestido como metáfora

La vida cotidiana en las grandes ciudades, en su diversidad multifrénica, parece ser lo único permanente de la cultura contemporánea. De hecho, el carácter efímero de la moda actual es lo que parece garantizar, paradójicamente, la única forma de permanencia a la que es posible aspirar en tiempos de escepticismo y relativización de paradigmas.

En estos apuntes para una etnografía de lo cotidiano, propongo considerar la  existencia de tres periodos en el desarrollo de la moda, y me centraré en las  formas culturales propiamente urbanas, en las cuales la significación otorgada  al vestido es más conmutativa y provisional que en otros contextos.

 

TRES MÁSCARAS TRES: UN MODELO DE ANÁLISIS

De acuerdo con las propuestas de análisis de Efrat Tseëlon, Kenneth Gergen, Hal  Foster y muchos otros estudiosos de la cultura cotidiana contemporánea en las  grandes ciudades es posible reconocer tres grandes periodos en la evolución de  las estrategias de apropiación simbólica de la ropa. A estos podríamos  llamarlos, respectivamente, clásico, moderno y contemporáneo.

A cada uno de estos periodos corresponde, respectivamente, la construcción de  identidades románticas, multifrénicas o virtuales, y de cada una de ellas se  derivan, para la construcción de la significación sartoriana, estrategias de  imitación, ilusión o simulación del sentido.

MODA CLÁSICA

La moda surge como fenómeno social en Europa a principios del siglo XIV. Hasta  ese momento, la ropa cumplía una función de distinción social únicamente en  términos de las diferentes calidades de los materiales.

El periodo clásico de la moda comprende los siglos XIV al XVIII, y responde a lo  que sociólogo Georg Simmel ha llamado estrategias de imitación. Las clases  subalternas imitan a las clases superiores, las cuales a su vez, como estrategia  de distinción, crean nuevas modificaciones a la moda. En este sentido, la moda  siempre está en proceso de devenir y en competencia con su propio ritmo.

Algunos elementos provenientes de esta tradición subsisten hasta nuestros días,  no sólo en términos de distinción social, sino también en el empleo metafórico  de algunos términos sartorianos.

Desde esta perspectiva, en términos generales, vestir puede significar cubrir la  realidad, disfrazarla y crear una distancia entre la verdad y su revelación,  mientras el acto de desvestir puede ser entendido precisamente como una forma de  acceder a la verdad, pues ésta se representa como necesariamente desnuda. Este  sistema de metáforas reproduce una metafísica de la profundidad, es decir: la  creencia en verdades profundas que es posible descubrir a través de una búsqueda  específica.

Esta creencia en elementos trascendentales coincide con la distinción entre un  yo genuino y un yo escénico, y que forma parte de la concepción romántica de la  identidad. El yo público es aquí un manipulador estratégico de elementos  simbólicamente pertinentes para el rol que se asume como propio.

En términos saussureanos, se puede señalar que en la preceptiva clásica hay un  lazo directo entre el significante (en este caso, la moda) y su significado  (representación de jerarquías y roles sociales), de tal manera que la ropa  funciona como un mero reflejo de la estructura social.

 

Moda y modernidad

La moda, como fenómeno histórico, está asociada con la modernidad. Ambos  términos tienen raíces etimológicas similares, derivadas del término modus, que  a la vez significa límite y regla, norma y medida.

Durante el periodo comprendido entre fines del siglo XVIII y la primera mitad  del siglo XX, y debido a la expansión de las ciudades y a la revolución   industrial, se hace necesario desarrollar la distinción entre lo público y lo privado, y de este fenómeno se deriva también un desarrollo del arte de la simulación y la ocultación.

Con la multiplicación de los roles sociales, el estatus social de cada sujeto está determinado no por el linaje, sino por la función que cumple en el contexto laboral. Es así como surge la necesidad de diseñar uniformes que serán utilizados en el lugar de trabajo, con el fin de denotar el rango social, pues el vestido cotidiano empieza a indicar elementos tales como el tipo de actividad que se realiza, la hora del día en la que se utiliza, la ocasión específica, el género sexual o, incluso, el humor individual, es decir: elementos que no están directamente ligados al estatus social.

En este contexto surge una aparente democratización de la ropa, por lo que se  hacen necesarios dos mecanismos correctivos para preservar las marcas de clase:

a) el apoyo moral en prácticas aristocráticas (elegancia y buen gusto) y b) el énfasis en la escasez de los materiales (naturales vs sintéticos) y la dificultad de la confección (hecho a mano vs fabricado en serie).

Ya no existe un sentido inherente al empleo de una determinada ropa, así como tampoco hay una verdad trascendente. En su lugar surgen sentidos construidos. La referencia última de la significación de la moda no se apoya ahora en leyes naturales, sino en la ley de intercambio comercial y simbólico: el valor de uso es rebasado por el valor de cambio, y el valor simbólico está determinado por el mayor o menor prestigio de las casas de diseño o las marcas comerciales.

Este es el contexto en el que surge la tiranía de los significantes, es decir: de las marcas, que así cumplen las funciones señaladas por Roland Barthes para los nombres: el poder de esencialización (al designar a un solo referente), el poder de citación (ligado a la evocación de la misma esencia) y el poder de exploración (la posibilidad de asociar distintos nombres).

La identidad, en este contexto, es resultado de una operación camaleónica, al armar un pastiche construido con fragmentos de identidades múltiples. Esta es la multifrenia característica de la vida cotidiana en las ciudades modernas.

También en este contexto surge la fealdad estudiada de las primeras feministas, que ya no se asumen como objetos. Sólo más adelante las mujeres pensarán en reapropiarse de la ropa como campo simbólico en el que está en juego una doble afirmación de identidad sexual y autoestima, y un proyecto utópico de libertad expresión

 

Moda y mundo virtual

En la Ciudad de México se puede observar un cambio evidente. Está documentada gráficamente la uniformidad en la ropa durante los años cuarenta, al dominar los colores blanco y negro como marcas de homogeneidad cultural y estética. Es a partir de fines de la década del sesenta cuando se inicia una explosión de cambios en cadena, hasta llegar al establecimiento de una diversidad aparente de opciones urbanas de los sectores medios, que coincide con la diversidad de las posibles identidades que pueden convivir en un mismo individuo, a lo largo de un mismo día.

 

La estética de la vida cotidiana urbana contemporánea es, para emplear el término de Jean Baudrillard, una estética de la simulación. En este contexto, los signos no tienen un sentido inherente, sino que generan un sentido propio al articular su relación con otros signos. Roland Barthes, en su estudio semiótico sobre la moda, retoma algunos de estos sentidos relacionales, como las parejas de oposiciones suave/severo, elaborado/austero y femenino/masculino.

A la vez que desaparece la función representativa de los signos, se conserva su dimensión estética y lúdica.

Al seleccionar diversas prendas de ropa se articula una experiencia de construcción, reconstrucción y reconocimiento de una identidad personal siempre provisional, sólo aparentemente íntima e individual.

Al poner en juego diversas estrategias de selección y combinación se participa en la construcción de un fantasma: la imagen para los otros.

Si en algunos contextos la ropa crea a la persona y corrobora su identidad, esta misma identidad es siempre provisional, y puede ser reconstruida a cada momento.

Libre de referentes, aquí los objetos de la moda obligan a reexaminar permanentemente los códigos en juego, indiferentes a cualquier orden social tradicional.

Los sujetos cuya identidad es relacional son terminales virtuales de redes múltiples, mientras el concepto de norma no está centrado en el individuo y su responsabilidad, sino en las redes sociales y las coyunturas contingentes de generación de sentido.

Aquí y ahora

Las formas contemporáneas de la moda descritas en el apartado anterior han sido interpretadas de dos maneras diferentes: como una estrategia de democratización (Gilles Lipovetsky) o bien como una ilusión de democratización (Jean Baudrillard).

Cada una de estas posturas se deriva, respectivamente, de lo que Hal Foster llama posmodernidad de reacción y posmodernidad de resistencia. Mientras la primera rechaza la modernidad con el fin de afirmar los valores humanistas, la segunda desconstruye la modernidad y critica los valores humanistas, como la libertad, la belleza y la individualidad.

Cualquiera que sea la interpretación que adoptemos ante estos fenómenos, podemos ya reconocer algunas características de la moda posmoderna:

-- Celebración del simulacro (joyas falsas, moda retro)

-- Intertextualidad fragmentaria (montaje, collage, bricolage)

-- Vaciamiento de sentidos tradicionales (uso de símbolos religiosos como ornamentos; uso de materiales caros en condiciones comunes)

Esta moda, cuya naturaleza es vertiginosamente cambiante, pues depende de cada individuo en cada momento de su vida cotidiana, está con nosotros, en los espacios urbanos desde hace varios años, y parece ser tan permanente como la presencia de los jeans.

La moda posmoderna, donde la simulación constituye una crítica a la tradición semiótica de la representación, y en la que el juego textual es una especie de carnaval de las apariencias, ha terminado por construir al sujeto virtual, cuyo carácter efímero es lo único permanente de nuestra socialidad cotidiana.

 

( Departamento de Educación y comunicación, UAM Xochimilco.)

 

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