EL
VESTIDO EN LA VIDA URBANA CONTEMPORÁNEA
Lauro
Zavala
El vestido como
metáfora
La
vida cotidiana en las grandes ciudades, en su diversidad multifrénica, parece
ser lo único permanente de la cultura contemporánea. De hecho, el carácter
efímero de la moda actual es lo que parece garantizar, paradójicamente, la
única forma de permanencia a la que es posible aspirar en tiempos de
escepticismo y relativización de paradigmas.
En
estos apuntes para una etnografía de lo cotidiano, propongo considerar la existencia de tres periodos en el desarrollo
de la moda, y me centraré en las formas
culturales propiamente urbanas, en las cuales la significación otorgada al vestido es más conmutativa y provisional
que en otros contextos.
TRES
MÁSCARAS TRES: UN MODELO DE ANÁLISIS
De
acuerdo con las propuestas de análisis de Efrat Tseëlon, Kenneth Gergen, Hal Foster y muchos otros estudiosos de la cultura
cotidiana contemporánea en las grandes
ciudades es posible reconocer tres grandes periodos en la evolución de las estrategias de apropiación simbólica de la
ropa. A estos podríamos llamarlos,
respectivamente, clásico, moderno y contemporáneo.
A
cada uno de estos periodos corresponde, respectivamente, la construcción
de identidades románticas, multifrénicas
o virtuales, y de cada una de ellas se
derivan, para la construcción de la significación sartoriana,
estrategias de imitación, ilusión o
simulación del sentido.
MODA
CLÁSICA
La
moda surge como fenómeno social en Europa a principios del siglo XIV. Hasta ese momento, la ropa cumplía una función de
distinción social únicamente en términos
de las diferentes calidades de los materiales.
El
periodo clásico de la moda comprende los siglos XIV al XVIII, y responde a lo que sociólogo Georg Simmel ha llamado
estrategias de imitación. Las clases subalternas
imitan a las clases superiores, las cuales a su vez, como estrategia de distinción, crean nuevas modificaciones a
la moda. En este sentido, la moda siempre
está en proceso de devenir y en competencia con su propio ritmo.
Algunos
elementos provenientes de esta tradición subsisten hasta nuestros días, no sólo en términos de distinción social, sino
también en el empleo metafórico de
algunos términos sartorianos.
Desde
esta perspectiva, en términos generales, vestir puede significar cubrir la realidad, disfrazarla y crear una distancia
entre la verdad y su revelación, mientras
el acto de desvestir puede ser entendido precisamente como una forma de acceder a la verdad, pues ésta se representa
como necesariamente desnuda. Este sistema
de metáforas reproduce una metafísica de la profundidad, es decir: la creencia en verdades profundas que es posible
descubrir a través de una búsqueda específica.
Esta
creencia en elementos trascendentales coincide con la distinción entre un yo genuino y un yo escénico, y que forma parte
de la concepción romántica de la identidad.
El yo público es aquí un manipulador estratégico de elementos simbólicamente pertinentes para el rol que se
asume como propio.
En
términos saussureanos, se puede señalar que en la preceptiva clásica hay un lazo directo entre el significante (en este
caso, la moda) y su significado (representación
de jerarquías y roles sociales), de tal manera que la ropa funciona como un mero reflejo de la estructura
social.
Moda y modernidad
La
moda, como fenómeno histórico, está asociada con la modernidad. Ambos términos tienen raíces etimológicas similares,
derivadas del término modus, que a la
vez significa límite y regla, norma y medida.
Durante
el periodo comprendido entre fines del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XX, y debido a la expansión de las
ciudades y a la revolución industrial,
se hace necesario desarrollar la distinción entre lo público y lo privado, y de
este fenómeno se deriva también un desarrollo del arte de la simulación y la
ocultación.
Con
la multiplicación de los roles sociales, el estatus social de cada sujeto está
determinado no por el linaje, sino por la función que cumple en el contexto
laboral. Es así como surge la necesidad de diseñar uniformes que serán
utilizados en el lugar de trabajo, con el fin de denotar el rango social, pues
el vestido cotidiano empieza a indicar elementos tales como el tipo de
actividad que se realiza, la hora del día en la que se utiliza, la ocasión
específica, el género sexual o, incluso, el humor individual, es decir:
elementos que no están directamente ligados al estatus social.
En
este contexto surge una aparente democratización de la ropa, por lo que se hacen necesarios dos mecanismos correctivos
para preservar las marcas de clase:
a)
el apoyo moral en prácticas aristocráticas (elegancia y buen gusto) y b) el énfasis
en la escasez de los materiales (naturales vs sintéticos) y la dificultad de la
confección (hecho a mano vs fabricado en serie).
Ya
no existe un sentido inherente al empleo de una determinada ropa, así como
tampoco hay una verdad trascendente. En su lugar surgen sentidos construidos.
La referencia última de la significación de la moda no se apoya ahora en leyes
naturales, sino en la ley de intercambio comercial y simbólico: el valor de uso
es rebasado por el valor de cambio, y el valor simbólico está determinado por
el mayor o menor prestigio de las casas de diseño o las marcas comerciales.
Este
es el contexto en el que surge la tiranía de los significantes, es decir: de
las marcas, que así cumplen las funciones señaladas por Roland Barthes para los
nombres: el poder de esencialización (al designar a un solo referente), el
poder de citación (ligado a la evocación de la misma esencia) y el poder de
exploración (la posibilidad de asociar distintos nombres).
La
identidad, en este contexto, es resultado de una operación camaleónica, al
armar un pastiche construido con fragmentos de identidades múltiples. Esta es
la multifrenia característica de la vida cotidiana en las ciudades modernas.
También
en este contexto surge la fealdad estudiada de las primeras feministas, que ya
no se asumen como objetos. Sólo más adelante las mujeres pensarán en
reapropiarse de la ropa como campo simbólico en el que está en juego una doble
afirmación de identidad sexual y autoestima, y un proyecto utópico de libertad
expresión
Moda y mundo virtual
En
la Ciudad de México se puede observar un cambio evidente. Está documentada
gráficamente la uniformidad en la ropa durante los años cuarenta, al dominar
los colores blanco y negro como marcas de homogeneidad cultural y estética. Es
a partir de fines de la década del sesenta cuando se inicia una explosión de
cambios en cadena, hasta llegar al establecimiento de una diversidad aparente
de opciones urbanas de los sectores medios, que coincide con la diversidad de
las posibles identidades que pueden convivir en un mismo individuo, a lo largo
de un mismo día.
La
estética de la vida cotidiana urbana contemporánea es, para emplear el término
de Jean Baudrillard, una estética de la simulación. En este contexto, los
signos no tienen un sentido inherente, sino que generan un sentido propio al
articular su relación con otros signos. Roland Barthes, en su estudio semiótico
sobre la moda, retoma algunos de estos sentidos relacionales, como las parejas
de oposiciones suave/severo, elaborado/austero y femenino/masculino.
A
la vez que desaparece la función representativa de los signos, se conserva su
dimensión estética y lúdica.
Al
seleccionar diversas prendas de ropa se articula una experiencia de
construcción, reconstrucción y reconocimiento de una identidad personal siempre
provisional, sólo aparentemente íntima e individual.
Al
poner en juego diversas estrategias de selección y combinación se participa en
la construcción de un fantasma: la imagen para los otros.
Si
en algunos contextos la ropa crea a la persona y corrobora su identidad, esta
misma identidad es siempre provisional, y puede ser reconstruida a cada
momento.
Libre
de referentes, aquí los objetos de la moda obligan a reexaminar permanentemente
los códigos en juego, indiferentes a cualquier orden social tradicional.
Los
sujetos cuya identidad es relacional son terminales virtuales de redes
múltiples, mientras el concepto de norma no está centrado en el individuo y su
responsabilidad, sino en las redes sociales y las coyunturas contingentes de
generación de sentido.
Aquí y ahora
Las
formas contemporáneas de la moda descritas en el apartado anterior han sido
interpretadas de dos maneras diferentes: como una estrategia de democratización
(Gilles Lipovetsky) o bien como una ilusión de democratización (Jean
Baudrillard).
Cada
una de estas posturas se deriva, respectivamente, de lo que Hal Foster llama
posmodernidad de reacción y posmodernidad de resistencia. Mientras la primera
rechaza la modernidad con el fin de afirmar los valores humanistas, la segunda
desconstruye la modernidad y critica los valores humanistas, como la libertad,
la belleza y la individualidad.
Cualquiera
que sea la interpretación que adoptemos ante estos fenómenos, podemos ya
reconocer algunas características de la moda posmoderna:
--
Celebración del simulacro (joyas falsas, moda retro)
--
Intertextualidad fragmentaria (montaje, collage, bricolage)
--
Vaciamiento de sentidos tradicionales (uso de símbolos religiosos como
ornamentos; uso de materiales caros en condiciones comunes)
Esta
moda, cuya naturaleza es vertiginosamente cambiante, pues depende de cada
individuo en cada momento de su vida cotidiana, está con nosotros, en los
espacios urbanos desde hace varios años, y parece ser tan permanente como la
presencia de los jeans.
La
moda posmoderna, donde la simulación constituye una crítica a la tradición
semiótica de la representación, y en la que el juego textual es una especie de
carnaval de las apariencias, ha terminado por construir al sujeto virtual, cuyo
carácter efímero es lo único permanente de nuestra socialidad cotidiana.
(
Departamento de Educación y comunicación, UAM Xochimilco.)
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