viernes, 30 de diciembre de 2016

La cruzada de los niños (Bertold Brecht)






La cruzada de los niños (Bertolt Brecht )

En Polonia, en el año treinta y nueve se libró una batalla muy sangrienta
que convirtió en ruinas y desiertos las ciudades y aldeas.
Allí perdió la hermana al hermano
y la mujer al marido soldado.
Y, entre fuego y escombros, a sus padres
los hijos no encontraron.
No llegaba ya nada de Polonia,
ni noticias ni cartas.
pero una extraña historia, en los países
del Este, circulaba.
La contaban en una gran ciudad,
y al contarlo nevaba.
Hablaba de unos niños que, en Polonia,
partieron en cruzada.
Por los caminos, en rebaño hambriento,
los niños avanzaban.
Se les iban uniendo muchos otros
al cruzar las aldeas bombardeadas.
Había, entre ellos, un pequeño jefe
que los organizó.
Pero ignoraba cuál era el camino,
y ésta era su gran preocupación.
Una niña de once años era
para un niño de cuatro la mamá:
le daba todo lo que da una madre,
más no tierra de paz.
Un pequeño judío iba en el grupo.
Eran de terciopelo sus solapas
Al pan más blanco estaba acostumbrado.
Y, sin embargo, todo lo aguantaba.
También habla un niño muy delgado
y pálido, que siempre estaba aparte.
Tenía una gran culpa sobre sí:
la de venir de una embajada nazi.
Y un músico, además, que en una tienda
volada habla encontrado un buen tambor.
Tocarlo les hubiera delatado,
y el niño músico se resignó.
Y hasta un perro llevaban que, al cogerle,
se disponían a sacrificar.
Pero ninguno se atrevía a hacerlo,
y ahora tenían una boca más.
También había una escuela
y en ella un maestrito elemental.
La pizarra era un tanque destrozado
donde aprendían la palabra "paz".
Y, al fin, hubo un concierto entre el estruendo
de un arroyo invernal.
Pudo tocar el niño su tambor
pero no le pudieron escuchar.
No faltó ni siquiera un gran amor:
quince años el galán, doce la amada.
En una vieja choza destruida,
la niña el pelo de su amor peinaba.
Pero el amor no pudo resistir
los fríos que vinieron:
¿cómo pueden crecer los arbolillos
bajo toda la nieve del invierno?
No faltaban la fe ni la esperanza,
pero sí les faltaba carne y pan.
Quien les negó su amparo y fue robado
después, nada les puede reprochar.
Mas nadie acuse al pobre que, a su mesa,
no los hizo sentar.
Para cincuenta niños hace falta mucha harina:
no basta la bondad.
A un soldado encontraron
herido en un pinar.
Siete días cuidándole y pensaban:
"ÉI nos podrá orientar".
Mas el soldado dijo: "¡A Bilgoray!".
Debía de tener
mucha fiebre: murió al día siguiente.
Le enterraron también.
Y los indicadores que encontraban,
la nieve apenas los dejaba ver.
Pero ya no indicaban el camino:
todos estaban puestos al revés.
Aunque no se trataba de una broma:
era sólo una medida militar.
Buscaron y buscaron Bilgoray,
más nunca la pudieron encontrar.
Se reunieron todos con el jefe
confiados en él.
Miró el blanco horizonte y señaló:
"Por allí debe ser".
Vieron fuego una noche:
decidieron seguir, sin acercarse.
Pasaron tanques otra vez muy cerca,
pero iban hombres dentro de los tanques.
Al fin, un día, a una ciudad llegaron
y dieron un rodeo.
Caminaron tan sólo por la noche
hasta que la perdieron.
Por lo que fue el sureste de Polonia,
bajo una gran tormenta, entre la nieve,
de los cincuenta niños
las noticias se pierden.
Con los ojos cerrados,
dentro de mí los veo como vagan
de una casa en ruinas
a otra bombardeada.
Y al caer el ocaso, ya sus caras
no parecen iguales.
Ahora veo caras de otros niños:
españoles, franceses, orientales...
Y en aquel mes de enero,
en Polonia encontraron
un pobre perro flaco que llevaba
un cartel de cartón al cuello atado.
Decía: "Socorrednos.
Perdimos el camino.
Este perro os traerá.
Somos cincuenta y cinco.
Si no podéis venir,
dejadle continuar.
No lo matéis. Sólo él
conoce este lugar."
Era letra de niño,
y campesinos quienes la leyeron.
Ha pasado año y medio desde entonces.
Desde que hallaron, muerto de hambre, un perro.




viernes, 23 de diciembre de 2016

Si la muerte pisa mi huerto



Si la muerte pisa mi huerto
(Joan Manuel Serrat)




Si la muerte pisa mi huerto
¿quién firmará que he muerto
de muerte natural?

¿Quién lo voceará en mi pueblo?
¿quién pondrá un lazo negro
al entreabierto portal?

¿Quién será ese buen amigo
que morirá conmigo,
aunque sea un tanto así?

¿Quién mentirá un padrenuestro
y a rey muerto, rey puesto...
pensará para sí?

¿Quién cuidará de mi perro?
¿quién pagará mi entierro
y una cruz de metal?

¿Cuál de todos mis amores
ha de comprar las flores
para mi funeral?

¿Quién vaciará mis bolsillos?
¿quién liquidará mis deudas?
A saber...

¿Quién pondrá fin a mi diario
al caer
la última hoja en mi calendario?

¿Quién me hablará ente sollozos?
¿quién besará mis ojos
para darles la luz?

¿Quién rezará a mi memoria,
Dios lo tenga en su Gloria,
y brindará a mi salud?

¿Y quién hará pan de mi trigo?
¿quién se pondrá mi abrigo
el próximo diciembre?

¿Y quién será el nuevo dueño
de mi casa y mis sueños
y mi sillón de mimbre?

¿Quién me abrirá los cajones?
¿quién leerá mis canciones
con morboso placer?

¿Quién se acostará en mi cama,
se pondrá mi pijama
y mantendrá a mi mujer,

y me traerá un crisantemo
el primero de noviembre?
A saber...

¿Quién pondrá fin a mi diario
al caer

la última hoja en mi calendario?

jueves, 22 de diciembre de 2016

El idealista (V. Marengo)






El idealista


Es idealista, el que sabiendo
lo difícil que puede ser el camino,
no elegiría ningún otro,
es el que duda constantemente
de lo que la mayoría acepta,
es el que tiene principios
y nunca los contradice,
es el que se ríe de sí mismo
y nunca de sus semejantes,
es el que se entrega a un ideal
en cuerpo y alma,
es el que siente verdaderamente
que lo esencial es invisible a los ojos,
es el que se revela
ante la injusticia y la rutina,
es el que construye y nunca destruye.
Es el que al ver la realidad
no se conforma con ella
y trata de cambiarla
para darle sentido a su existencia.

Verónica R. Marengo




































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Me encanta Dios (Jaime Sabines)




Me encanta Dios

Me encanta Dios. Es un viejo magnifico que no se toma en serio. A él le gusta jugar y juega. Y a veces se le pasa la mano y nos rompe una pierna y nos aplasta definitivamente. Pero esto sucede porque es un poco cegatón y bastante torpe de las manos.
Nos ha enviado a algunos tipos excepcionales como Buda, o Cristo o Mahoma, o mi tía Chofi, para que nos digan que nos portemos bien. Pero eso a él no le preocupa mucho: nos conoce. Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida -no tú ni yo- la vida sea para siempre.
Ahora los científicos salen con su teoría del Bing Bang... Pero ¿qué importa si el universo se expande interminablemente o se contrae? Esto es asunto sólo para agencias de viajes.
A mí me encanta Dios. Ha puesto orden en las galaxias y distribuye bien el tránsito en el camino de las hormigas. Y es tan juguetón y travieso que el otro día descubrí que ha hecho -frente al ataque de los anbióticos- ¡bacterias mutantes!
Viejo sabio o niño explorador, cuando deja de jugar con sus soldaditos de plomo y de carne y hueso, hace campos de flores o pinta el cielo de manera increíble.
Mueve una mano y hace el mar, mueve otra y hace el bosque. Y cuando pasa por encima de nosotros, quedan las nubes, pedazos de su aliento.
Dicen que a veces se enfurece y hace terremotos, manda tormentas, caudales de fuego, vientos desatados, aguas alevosas, castigos y desastres. Pero esto es mentira.
Es la tierra que cambia -y se agita y crece- cuando Dios se aleja.
Dios siempre está de buen humor. Por eso es el preferido de mis padres, el escogido de mis hijos, el más cercano de mis hermanos, la mujer más amada, el perrito y la pulga, la piedra más antigua, el pétalo más tierno, el aroma más dulce, la noche insondable, el borboteo de luz, el manantial que soy.
A mí me gusta, a mí me encanta Dios.
Que Dios bendiga a Dios.

- Jaime Sabines
1926 - 1999














Informe de Paula Gómez (Monólogo por Néstor Sabatini)




INFORME DE PAULA GOMEZ
Monólogo

Por Néstor Sabatini
 
PAULA GOMEZ: Levanto la copa y brindo. (Pausa.) Hoy es domingo. Son las diez de la noche.
Estoy sola en casa y como ustedes ven...estoy gozando de esta hermosísima cena.
Para quien no me conoce, me llamo Paula Gómez. Tengo cuarenta y dos años - pronto cumpliré los cuarenta y tres -; argentina, separada, dos hijos: Sonia, de nueve y Pablo de once. ¿Vieron...?: se ilumina mi cara cuando los nombro.
Vivo en la calle San José al trescientos, en un tercer piso, de Capital Federal. Mis padres fallecieron hace ya un tiempo. Pero los tengo siempre conmigo. (Alza la copa hacia delante) Salud...Sonia, Pablo, hijitos míos. Salud...amigos. Salud, familiares queridos. (Pausa.) Siempre fue mi antojo encargar una cena en los "Dos Chinos". Como decía una tía a la que quise mucho - Adela -: "Paula, en la vida...todo llega. Sólo es cuestión de esperar." A la pobre se le declaró un cáncer fulminante. (Pausa.) Mis padres no me enseñaron muchas cosas. Pero sí una, que nunca olvidé: decía mi padre - y mi madre estaba de acuerdo -: "Paula...hija...Hay una sola lucha...todo lo demás no es importante: pelear por la dignidad. (Breve pausa.) Salud...Patria. (Pausa.) Para quien no haya estado y no me conoce, me llamo Paula Gómez; argentina, separada, dos hijos. Empleada. (Pausa.) Mi ex -marido - Roberto -, nunca me pasó plata. Perdón, quiero ser justa: salvo el primer año. Y confieso, uy, con mucha pelea. Los chicos eran muy pequeños.
Luego, como buen argentino, se borró. No, no; aunque me lo aconsejaron mil veces, no quise hacerle juicio por manutención. No me pregunten por qué. (Rápida.)  No, no pregúntenme. (Pausa.) Porque yo lo eché. !Mmmm!...Este  jamón glaceado está de rechupete. Delicioso. (Pausa.) Yo siempre trabajé; hasta con los chicos recién nacidos, trabajé. Luego de mi separación - lógicamente - tuve que apechugar. Changas...por allí, por allá...hasta limpié casas y retretes públicos. Por fin pude entrar fija en la empresa por intermedio de una agencia, hace siete años. Apenas tengo el secundario, pero mi querido amigo Beto, Betito, me aconsejó que aprendiese computación. Bueno, ustedes saben, ahora es última moda. Hasta para comprar un alfajor en el kiosko, hace falta saber. La cuestión,
que me abrió las puertas para entrar en la empresa. (Sonríe.) No vayan a creer que soy una experta en la materia, no.  Apenas...conocimientos básicos.
Betito...Ahhh...¿Por qué no me casé en su momento con él? Roberto le ganó de mano. ¿Vieron? ¿Por qué será que uno nunca se casa con quién más desearía? (Pausa.) Levanto mi copa y brindo. Por ustedes. Por todos nosotros. Salud. (Pausa.) Creo en la vida. ¿Por qué no? No soy de las que se sienten víctimas por las maldades de este mundo y se rasgan las vestiduras. No me siento más apaleada y humillada que cualquiera de ustedes. Pero no se trata de llorar, como a ellos les gustaría. Levanto mi copa y brindo. Por la vida. Por todo lo bueno que nos espera.  ¿Por qué no?  Siempre hay  algo bueno en alguna parte que nos está
esperando.(Pausa.) Como muchas mujeres de este país...(por qué decimos "este"?) me cuido de no engordar.!Uy! No quiero engordar, por favor. Pero hoy es mi gran día. ¿Ven? (Señala.) Me estoy dando el gran atracón. Todavía me falta el segundo plato. Y luego el postre, los dulces...mmmm...los chocolates. No tengo apuro.
Quiero saborear bocado por bocado. Y beber. Levanto mi copa y brindo. Como dicen los políticos...:"Por las mujeres y hombres de mi patria". También dicen...¿Cómo es...? Ayúdenme..."Juro cumplir con mi deber...Si así no lo hiciere...que Dios y
la Patria me demanden". ¿Vieron...? ¿Qué bueno es Dios, no?...(Pausa.) Brindo...por todos los seres comunes del mundo. (En otro tono.) Anoche tuve un sueño. Si me prometen no reírse se los digo. ¿Sí? Bueno...soñé que teníamos un presidente, que como había nacido pobre, nos tenía en cuenta. Y ahí estaba él, con su cara de hombrecito flacucho que pasó hambre, sentado en el sillón de Rivadavia ayudándonos a todos...Y nosotros todos chochos...(Explica.) porque necesitábamos estar contentos...Y porque por fin íbamos a tener un presidente de familia humilde que se acordara de nosotros. Lo conté en la oficina.
(Pausa.) Todavía se están riendo. Después no faltó quien dijo que el Che Guevara era de familia pituca y que no necesitó de la pobreza para ser buena persona. Estos pancitos negros están super exquisitos..frescos y livianos. Levanto mi copa y brindo. Por mis compañeros de oficina. Por todos ellos, que mañana lunes - como yo - estarán en la calle con una indemnización en cuotas. (Sonriente.) ¿Qué tal? (Pausa. En otro tono.) Para los que no estuvieron antes, me llamo Paula Gómez, argentina, separada, con dos hijos y...despedida. Son diez y cuarto...estoy sola en casa...y es domingo. Sonia y Pablo se quedaron a dormir en casa de compañeros. (Confidente; pícara) Yo, lo arreglé. (Pausa.) Tampoco quise a ver a Esteban...
Mi buen nombre; al buen compañero y.... Ya salíamos cuando estaba con Roberto y había roto con Beto, que como les conté, siguió siendo mi mejor amigo. Luego, Esteban se casó. Yo lo apoyé. El tonto no quería.(Pausa)  !Salud! Fidelidad no es lo mismo que lealtad. ¿No es cierto? (Pausa.) Quiero aclarar, por lo que dije antes y digo ahora...que yo no soy, ni nunca fui: peronista, radical, conservadora, comunista, socialista, anarquista, ni de ningún partido. Soy una mujer independiente, capaz de pensar por sí misma; aunque como la mayoría me haya equivocado muchísimas veces cuando tuve que votar. Nunca sabemos. Una opta por lo más razonable. Lo que le parece que...(En otro tono.) Siempre nos traicionan.
No soy una excepción. Soy una argentina del montón. Y para que vean que de revolucionaria y esclarecida no tengo un pito: en el Setenta y Seis desee con toda mi alma que viniera alguien y parara tanto lío y despelote.
Claro...si hubiera sabido. Era joven y estaba muy asustada. Sí. Me dí cuenta después. Como la mayoría de ustedes: yo había apoyado el golpe militar. También siendo más grandecita, quise que de una vez por todas se acabara la porquería esa de inflación que nos estaba matando. ¿Cuándo fue? Uy, me hago un barullo.
Como todo siempre se repite. ¿De cuál hablo? Sí...fines del Ochenta. Y aquí estamos. (Pausa.) Soy mujer. Y me siento muy orgullosa. Orgullosa de - ¿vieron qué lindo...? - y qué triste también, ¿no?, de las madres y de las abuelas que van todos los jueves a Plaza de Mayo; y de todas las madres que se bancaron con tantos huevos el sufrimiento de perder a sus hijos, en esa basura de guerra de las Malvinas culpa del borracho loco ese. Orgullosa, de las mujeres que dejan a sus hijos con quien pueden y van a trabajar a las fábricas por un sueldo de limosna, como yo sé. De las mujeres - cuando leo el diario - que se la bancan golpeadas y violadas. De las pobres muchachas mano de obra barata. Y orgullosa también, de todos nuestros hombres; que cuando tienen trabajo, trabajan hasta deslomarse. No tengo problemas en decirlo: casi nunca voy a los actos que se hacen siempre por la justicia, aunque mi corazón acompañe. Y me justifico: que los chicos, que el trabajo, que la casa, que...y qué joder, no soy una heroína.
Apenas una simple mujer que quiere ser dichosa con sus pequeñas cosas. Me gusta ver televisión; y sobre todo cuando puedo, las novelas. (Se ilumina.) Ir de compras. (Trans.) ¿Qué hará la pobrecita Laura en "Señorita de Servicio Adentro"?...Ustedes, ¿qué piensan?...¿Se animará ella sola, a tener el hijo del Patrón? (En otro tono.) Me gusta de vez en cuando jugar un numerito a la quiniela, o, ufff, hay tantos juegos ahora, que una no sabe a qué jugar. Ustedes..., ¿a qué les gusta?
Me fascina comer afuera, aunque sea un pancho. ¡Me encantan las revistas de moda! Ir a las plazas. ¡Uyy!...!Mar de Ajó...! ¡Mar de Ajó!...La playa. Hace más de tres años que no puedo tomarme vacaciones. Ni tiempo para un Papanicolau. El alquiler, las expensas, luz, gas y teléfono, me llevan casi todo lo que gano.
Claro...hay tanta gente que no tiene todo eso. (Prosigue.) Los comestibles, mi ropa y la de los chicos, la compro - ¡gracias a Dios! –con la tarjeta de crédito. Con la tarjeta que - ¡oh, milagro! – un glorioso día vinieron a ofrecernos a la oficina, sin la condición de tener que poseer una propiedad de garantía.
¿Cómo voy a hacer el mes que viene con su renovación? Cuando no pueda demostrar un trabajo con relación de dependencia? Pero, ¿saben lo que yo digo?: Dios proveerá. Mmmm...Esta pavita...miren...está fantástica. Jugosísima. Se nota que le han puesto mucho limón y vino blanco. Alzo la copa y brindo. Desde el casamiento de Mabel que no tomaba champagne. (Ríe.) No vayan a creer que mi amiga Mabel tiró la casa por la ventana. No, pobre...Además el champagne, vale igual que cualquier vino más o menos. Es una cuestión de costumbre. Todos deberíamos comer con champagne. Lo merecemos. (Confidente.)
En el supermercado de acá a la vuelta...hay uno de dos pesos; aprovechen antes de que se lo lleven. Alzo la copa y brindo. Por la felicidad de los que no se resignan a su suerte y pelean
más. (Ríe.) Los millonarios hacen lo mismo. (Pausa.) Quisiera tener más hijos.
Sí; a mi edad, no me miren así. No puedo convencer a Esteban. Tiene miedo. Trato de insistirle con que debemos poblar la tierra. Nuestros hijos son los luchadores del futuro. (Pícara.) Sobre todo ahora, que se los puede tener con cualquier método. Basta encargarlos por teléfono con tarjeta. (Pausa.) Llegó la hora del postre: empiezo por este exquisito Lemon Pai, mi debilidad. Levanto la copa y brindo. Salud, Vida. Mañana por la mañana, el correo privado llegará a mi casa. (En otro tono.) Apenas se corrió el rumor, hasta los delegados se abrieron...Silvia, Marcela, Julio...¿Puede ser? Como si no nos conociéramos. De los lugares que íbamos los mediodías a comer un sandwich, desaparecimos todos...Comenzamos a traer vianda. Nos mirábamos desconfiados; espiábamos y, desgraciadamente...no faltaron los alcahuetes de siempre haciendo mérito. Hasta en el baño...cuidábamos de no toparnos. (Ríe.) Más de un mes sin levantar la cabeza del escritorio. Cada uno salía por su lado. Jugábamos al: “ a mí no me va a tocar”. ¿Vieron? Siempre creemos que a nosotros no nos va tocar. Qué manía, ¿no? (En otro tono.) ¿Dónde fueron a parar nuestras discusiones y buenas intenciones de cambiar el mundo? (Tomando.) Los bombones de licor son mis preferidos. De chica se los robaba a mamá. Pero no quiero que piensen que soy una madre egoísta. Los Marrón Glacé, se los voy a dejar a los chicos. (Ríe.) No me gustan. Para los que no estuvieron me llamo Paula Gómez, separada, dos hijos, y desde mañana (Ríe.): vaya a saber...(Pausa.) Estoy requetemetida con  Esteban; desocupado hace siete meses. (Trans.) ¡Pero hay buenas noticias de último momento!: acaba de conseguir una changa de sereno en una playa de estacionamiento. ¿Sueldo? Doscientos cincuenta pesos, de once a siete de la mañana. Pago en negro. Tiene cuarenta años y hace muy poco que se separó. Tres hijos. El más chico tiene unos ojos...no saben...y es tan...!ay! Vive con un hermano. No se puede pagar un alquiler. Insiste con que nos vayamos del país.
“¡Sí, Esteban! ¿Dónde?”, le digo yo, entusiasmada. Pero, después..”.¿A qué, Esteban? La esperanza no tiene nacionalidad. También está aquí.” “!UN CARAJO ESTÁ!” Lo dice; pero yo no lo creo. Levanto mi copa y brindo. Por todas las buenas personas de mi bendito país. Uy, ¿vieron?, no me salió decir “éste”. (Continuando.)...y de la tierra. Yo sé que un día, para todos nosotros, habrá justicia. De la buena. El jueves recién – por fin – pudimos hacer un frente de lucha común. Algunos, proponen tomar la empresa hasta que los muy malditos depongan la medida; y que no hay que negociar. Otros, quieren negociar una salida. Otros – la mayoría – no creen que los muy puercos se animen a dejar en la calle a tanta gente. Yo soy una de ellas. (Peq.Pausa.) El viernes, a última hora, la notificación, llegó. Firmamos en disconformidad, claro. (Confidente.) Como nos dijo el abogado. (En otro tono.) Estamos en asamblea permanente. Hoy tuvimos reuniones desde las ocho. Les cuento como sigue. Ahora...me voy a dormir. Tengo que levantarme muy temprano...Estoy un poco...un poco mareada...(Vacila.) ¿Vieron?...si no tomé mucho. Mañana me
levantaré y desayunaré como una reina inglesa.
Y sonará el timbre. Y le diré al cartero que suba. Y con mucha altura, atenderé la puerta. Y si no quiere, bajaré. Y sin que me tiemble el pulso...como una cosa normal...abriré el telegrama y le firmaré al hombre...Pobre, ¿él qué culpa tiene? Levanto la copa y brindo...Por el brillante futuro que me...nos espera. Para los que no estuvieron...Me llamo Paula Gómez. Argentina y...muy llena de esperanza. Salud, queridos amigos...y disculpen...Buenas noches a todos.
(Sonriente mantiene la copa en alto mientras la luz desciende muy lentamente
sobre su firme figura.)



Rayuela - Capítulo 7 - Julio Cortázar




Julio Cortázar - Rayuela - Capítulo 7

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos,
las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mi como una luna en el agua.


Julio Cortázar / Rayuela



Carta de Julio Cortázar a Fernández Retamar


Situación del intelectual latinoamericano
(Carta de Julio Cortázar a Roberto Fernández Retamar)

Saignon (Vaucluse). 10 de mayo de 1967
A Roberto Fernández Retamar en La Habana
Mi querido Roberto:
    Te debo una carta, y unas páginas para el número de la Revista que tratará de la situación del intelectual latinoamericano contemporáneo. Por lo que verás a renglón casi seguido, me resulta más sencillo unir ambas cosas; hablando contigo, aunque sólo sea desde un papel por encima del mar, me parece que alcanzaré a decir mejor algunas cosas que se me almidonarían si les diera el tono del ensayo, y tú ya sabes que el almidón y yo no hacemos buenas camisas. Digamos entonces que una vez más estamos viajando en auto rumbo a Trinidad y que después de habernos apoderado con gran astucia de los dos mejores asientos, con probable cólera de Mario, Ernesto y Fernando apiñados en el fondo, reanudamos aquella conversación que me valió pasar tres maravillosos días en enero último, y que de alguna manera no se interrumpirá jamás entre tú y yo.
    Prefiero este tono porque palabras como “intelectual” y “latinoamericano” me hacen levantar instintivamente la guardia, y si además aparecen juntas me suenan en seguida a disertación del tipo de las que terminan casi siempre encuadernadas (iba a decir enterradas) en pasta española. Súmale a eso que llevo dieciséis años fuera de Latinoamérica, y que me considero sobre todo como un cronopio que escribe cuentos y novelas sin otro fin que el perseguido ardorosamente por todos los cronopios, es decir su regocijo personal. Tengo que hacer un gran esfuerzo para comprender que a pesar de esas peculiaridades soy un intelectual latinoamericano; y me apresuro a decirte que si hasta hace pocos años esa clasificación despertaba en mí el reflejo muscular consistente en elevar los hombros hasta tocarme las orejas creo que los hechos cotidianos de esta realidad que nos agobia (¿realidad esta pesadilla irreal, esta danza de idiotas al borde del abismo?) obligan a suspender los juegos, y sobre todo los juegos de palabras. Acepto, entonces, considerarme un intelectual latinoamericano, pero mantengo una reserva: no es por serlo que diré lo que quiero decirte aquí. Si las circunstancias me sitúan en ese contexto y dentro de él debo hablar, prefiero que se entienda claramente que lo hago como un ente moral, digamos lisa y llanamente como un hombre de buena fe, sin que mi nacionalidad y mi vocación sean las razones determinantes de mis palabras. El que mis libros estén presentes desde hace años en Latinoamérica no invalida el hecho deliberado e irreversible de que me marché de la Argentina en 1951 y que sigo residiendo en un país europeo que elegí sin otro motivo que mi soberana voluntad de vivir y escribir en la forma que me parecía más plena y satisfactoria. Hechos concretos me han movido en los últimos cinco años a reanudar un contacto personal con Latinoamérica, y ese contacto se ha hecho por Cuba y desde Cuba; pero la importancia que tiene para mí ese contacto no se deriva de mi condición de intelectual latinoamericano; al contrario, me apresuro a decirte que nace de una perspectiva mucho más europea que latinoamericana, y más ética que intelectual. Si lo que sigue ha de tener algún valor, debe nacer de una total franqueza, y empiezo por señalarlo a los nacionalistas de escarapela y banderita que directa o indirectamente me han reprochado muchas veces mi “alejamiento” de mi patria o, en todo caso, mi negativa a reintegrarme físicamente a ella.
    En última instancia, tú y yo sabemos de sobra que el problema del intelectual contemporáneo es uno solo, el de la paz fundada en la justicia social, y que las pertenencias nacionales de cada uno sólo subdividen la cuestión sin quitarle su carácter básico. Pero es aquí donde un escritor alejado de su país se sitúa forzosamente en una perspectiva diferente. Al margen de la circunstancia local, sin la inevitable dialéctica del challenge and response cotidianos que representan los problemas políticos, económicos o sociales del país, y que exigen el compromiso inmediato de todo intelectual consciente, su sentimiento del proceso humano se vuelve por decirlo así más planetario, opera por conjuntos y por síntesis, y si pierde la fuerza concentrada en un contexto inmediato, alcanza en cambio una lucidez a veces insoportable pero siempre esclarecedora. Es obvio que desde el punto de vista de la mera información mundial, da casi lo mismo estar en Buenos Aires que en Washington o en Roma, vivir en el propio país o fuera de él. Pero aquí no se trata de información sino de visión. Como revolucionario cubano, sabes de sobra hasta qué punto los imperativos locales, los problemas cotidianos de tu país, forman por así decirlo un primer círculo vital en el que debes obrar e incidir como escritor, y que ese primer círculo en el que se juega tu vida y tu destino personal a la par de la vida y el destino de tu pueblo, es a la vez contacto y barrera con el resto del mundo, contacto porque tu batalla es la de la humanidad, barrera porque en la batalla no es fácil atender a otra cosa que a la línea de fuego.
    No se me escapa que hay escritores con plena responsabilidad de su misión nacional que bregan a la vez por algo que la rebasa y la universaliza; pero bastante más frecuente es el caso de los intelectuales que, sometidos a ese condicionamiento circunstancial, actúan por así decirlo desde fuera hacia adentro, partiendo de ideales y principios universales para circunscribirlos a un país, a un idioma, a una manera de ser. Desde luego no creo en los universalismos diluidos y teóricos, en las “ciudadanías del mundo” entendidas como un medio para evadir las responsabilidades inmediatas y concretas “Vietnam, Cuba, toda Latinoamérica” en nombre de un universalismo más cómodo por menos peligroso; sin embargo, mi propia situación personal me inclina a participar en lo que nos ocurre a todos, a escuchar las voces que entran por cualquier cuadrante de la rosa de los vientos. A veces me he preguntado qué hubiera sido de mi obra de haberme quedado en la Argentina; sé que hubiera seguido escribiendo porque no sirvo para otra cosa, pero a juzgar por lo que llevaba hecho hasta el momento de marcharme de mi país, me inclino a suponer que habría seguido la concurrida vía del escapismo intelectual, que era la mía hasta entonces y sigue siendo la de muchísimos intelectuales argentinos de mi generación y mis gustos. Si tuviera que enumerar las causas por las que me alegro de haber salido de mi país (y quede bien claro que hablo por mí solamente, y de manera a título de parangón) creo que la principal sería el haber seguido desde Europa, con una visión des-nacionalizada, la revolución cubana. Para afirmarme en esta convicción me basta, de cuando en cuando, hablar con amigos argentinos que pasan por París con la más triste ignorancia de lo que verdaderamente ocurre en Cuba; me basta hojear los periódicos que leen veinte millones de compatriotas; me basta y me sobra sentirme a cubierto de la influencia que ejerce la información norteamericana en mi país y de la que no se salvan, incluso creyéndolo sinceramente, infinidad de escritores y artistas argentinos de mi generación que comulgan todos los días con las ruedas de molino subliminales de la United Press y las revistas “democráticas” que marchan al compás de Time o de Life.
    Aquí ya puedo hablar en primera persona, puesto que de eso se trata en los testimonios que nos has pedido. Lo primero que diré es una paradoja que puede tener su valor si se la mide a la luz de los párrafos anteriores en que he tratado de situarme y situarte mejor ¿No te parece en verdad paradójico que un argentino casi enteramente volcado hacia Europa en su juventud, al punto de quemar las naves y venirse a Francia, sin una idea precisa de su destino, haya descubierto aquí, después de una década, su verdadera condición de latinoamericano? Pero esta paradoja abre una cuestión más honda: la de si no era necesario situarse en la perspectiva más universal del viejo mundo, desde donde todo parece poder abarcarse con una especie de ubicuidad mental, para ir descubriendo poco a poco las verdaderas raíces de lo latinoamericano sin perder por eso la visión global de la historia y del hombre. La edad, la madurez, influyen desde luego, pero no bastan para explicar ese proceso de reconciliación y recuperación de valores originales; insisto en creer (y en hablar por mí mismo y sólo por mí mismo) que, si me hubiera quedado en la Argentina, mi madurez de escritor se hubiera traducido de otra manera, probablemente más perfecta y satisfactoria para los historiadores de la literatura, pero ciertamente menos incitadora, provocadora y en última instancia fraternal para aquellos que leen mis libros por razones vitales y no con vistas a la ficha bibliográfica o la clasificación estética. Aquí quiero agregar que de ninguna manera me creo un ejemplo de esa “vuelta a los orígenes” –telúricos, nacionales, lo que quieras– que ilustra precisamente una importante corriente de la literatura latinoamericana, digamos Los pasos perdidos y, más circunscritamente, Doña Bárbara. El telurismo como lo entiende entre ustedes un Samuel Feijóo, por ejemplo, me es profundamente ajeno por estrecho, parroquial y hasta diría aldeano; puedo comprenderlo y admirarlo en quienes no alcanzan, por razones múltiples, una visión totalizadora de la cultura y de la historia, y concentran todo su talento en una labor “de zona“, pero me parece un preámbulo a los peores avances del nacionalismo negativo cuando se convierte en el credo de escritores que, casi siempre por falencias culturales, se obstinan en exaltar los valores del terruño contra los valores a secas, el país contra el mundo, la raza (porque en eso se acaba) contra las demás razas. ¿Podrías tú imaginarte a un hombre de la latitud de un Alejo Carpentier convirtiendo la tesis de su novela citada en una inflexible bandera de combate? Desde luego que no, pero los hay que lo hacen, así como hay circunstancias de la vida de los pueblos en que ese sentimiento del retorno, ese arquetipo casi junguiano del hijo pródigo, de Odiseo al final de periplo, puede derivar a una exaltación tal de lo propio que, por contragolpe lógico, la vía del desprecio más insensato se abra hacia todo lo demás. Y entonces ya sabemos lo que pasa, lo que pasó hasta 1945, lo que puede volver a pasar.
    Quedamos, entonces, para volver a mí que soy desganadamente el tema de estas páginas, que la paradoja de redescubrir a distancia lo latinoamericano entraña un proceso de orden muy diferente a una arrepentida y sentimental vuelta al pago. No solamente no he vuelto al pago sino que Francia, que es mi casa, me sigue pareciendo el lugar de elección para un temperamento como el mío, para mis gustos y, espero, para lo que pienso todavía escribir antes de dedicarme a la vejez, tarea complicada y absorbente como es sabido. Cuando digo que aquí me fue dado descubrir mi condición de latinoamericano, indico tan sólo una de las consecuencias de una evolución más compleja y abierta. Ésta no es una autobiografía, y por eso resumiré esa evolución en el mero apunte de sus etapas. De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como lo imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad. Ese proceso comportó muchas batallas, derrotas, traiciones y logros parciales. Empecé por tener conciencia de mi prójimo, en un plano sentimental y por decirlo así antropológico; un día desperté en Francia a la evidencia abominable de la guerra de Argelia, yo que de muchacho había seguido la guerra de España y más tarde la guerra mundial como una cuestión en la que lo fundamental eran principios e ideas en lucha. En 1957 empecé a tomar conciencia de lo que pasaba en Cuba (antes había noticias periodísticas de cuando en cuando, vaga noción de una dictadura sangrienta como tantas otras, ninguna participación afectiva a pesar de la adhesión en el plano de los principios). El triunfo de la revolución cubana, los primeros años del gobierno, no fueron ya una mera satisfacción histórica o política; de pronto sentí otra cosa, una encarnación de la causa del hombre como por fin había llegado a concebirla y desearla. Comprendí que el socialismo, que hasta entonces me había parecido una corriente histórica aceptable e incluso necesaria, era la única corriente de los tiempos modernos que se basaba en el hecho humano esencial, en el ethos tan elemental como ignorado por las sociedades en que me tocaba vivir, en el simple, inconcebiblemente difícil y simple principio de que la humanidad empezará verdaderamente a merecer su nombre el día en que haya cesado la explotación del hombre por el hombre. Más allá no era capaz de ir, porque, como te lo he dicho y probado tantas veces, lo ignoro todo de la filosofía política, y no llegué a sentirme un escritor de izquierda a consecuencia de un proceso intelectual sino por el mismo mecanismo que me hace escribir como escribo o vivir como vivo, un estado en el que la intuición, la participación al modo mágico en el ritmo de los hombres y las cosas, decide mi camino sin dar ni pedir explicaciones. Con una simplificación demasiado maniquea puedo decir que así como tropiezo todos los días con hombres que conocen a fondo la filosofía marxista y actúan sin embargo con una conciencia reaccionaria en el plano personal, a mí me sucede estar empapado por el peso de toda una vida en la filosofía burguesa, y sin embargo me interno cada vez más por las vías del socialismo. Y no es fácil, y ésa es precisamente mi situación actual por la que se pregunta en esta encuesta. Un texto mío que publicaste hace poco en la revista “Casilla del camaleón” puede mostrar una parte de ese conflicto permanente de un poeta con el mundo, de un escritor con su trabajo.
    Pero para hablar de mi situación como escritor que ha decidido asumir una tarea que considera indispensable en el mundo que lo rodea, tengo que completar la síntesis de ese camino que llegó a su fin con mi nueva conciencia de la revolución cubana. Cuando fui invitado por primera vez a visitar tu país, acababa de leer Cuba, isla profética, de Waldo Frank, que resonó extrañamente en mí, despertándome a una nostalgia, a un sentimiento de carencia, a un no estar verdaderamente en el mundo de mi tiempo aunque en esos años mi mundo parisiense fuera tan pleno y exaltante como lo había deseado siempre y lo había conseguido después de más de una década de vida en Francia. El contacto personal con las realizaciones de la revolución, la amistad y el diálogo con escritores y artistas, lo positivo y lo negativo que vi y compartí en ese primer viaje actuaron doblemente en mí; por un lado tocaba otra vez la realidad latinoamericana de la que tan alejado me había sentido en el terreno personal, y por otro lado asistía cotidianamente a la dura y a veces desesperada tarea de edificar el socialismo en un país tan poco preparado en muchos aspectos y tan abierto a los riesgos más inminentes. Pero entonces sentí que esa doble experiencia no era doble en el fondo, y ese brusco descubrimiento me deslumbró. Sin razonarlo, sin análisis previo, viví de pronto el sentimiento maravilloso de que mi camino ideológico coincidiera con mi retorno latinoamericano; de que esa revolución, la primera revolución socialista que me era dado seguir de cerca, fuera una revolución latinoamericana. Guardo la esperanza de que en mi segunda visita a Cuba, tres años más tarde, te haya mostrado que ese deslumbramiento y esa alegría no se quedaron en mero goce personal. Ahora me sentía situado en un punto donde convergían y se conciliaban mi convicción en un futuro socialista de la humanidad y mi regreso individual y sentimental a una Latinoamérica de la que me había marchado sin mirar hacia atrás muchos años antes.
    Cuando regresé a Francia luego de esos dos viajes, comprendí mejor dos cosas. Por una parte, mi hasta entonces vago compromiso personal e intelectual con la lucha por el socialismo entraría, como ha entrado, en un terreno de definiciones concretas, de colaboración personal allí donde pudiera ser útil. Por otra parte, mi trabajo de escritor continuaría el rumbo que le marca mi manera de ser, y aunque en algún momento pudiera reflejar ese compromiso (como algún cuento que conoces y que ocurre en tu tierra) lo haría por las mismas razones de libertad estética que ahora me están llevando a escribir una novela que ocurre prácticamente fuera del tiempo y del espacio histórico. A riesgo de decepcionar a los catequistas y a los propugnadores del arte al servicio de las masas, sigo siendo ese cronopio que, como lo decía al comienzo, escribe para su regocijo o su sufrimiento personal, sin la menor concesión, sin obligaciones “latinoamericanas” o “socialistas” entendidas como a prioris pragmáticos. Y es aquí donde lo que traté de explicar al principio encuentra, creo, su justificación más profunda. Sé de sobra que vivir en Europa y escribir “argentino” escandaliza a los que exigen una especie de asistencia obligatoria a clase por parte del escritor. Una vez que para mi considerable estupefacción un jurado insensato me otorgó un premio en Buenos Aires, supe que alguna célebre novelista de esos pagos había dicho con patriótica indignación que los premios argentinos deberían darse solamente a los residentes en el país. Esta anécdota sintetiza en su considerable estupidez una actitud que alcanza a expresarse de muchas maneras pero que tiende siempre al mismo fin; incluso en Cuba, donde poco podría importar si habito en Francia o en Islandia, no han faltado los que se inquietan amistosamente por ese supuesto exilio. Como la falsa modestia no es mi fuerte, me asombra que a veces no se advierta hasta qué punto el eco que han podido despertar mis libros en Latinoamérica se deriva de que proponen una literatura cuya raíz nacional y regional está como potenciada por una experiencia más abierta y más compleja, y en la que cada evocación o recreación de lo originalmente mío alcanza su extrema tensión gracias a esa apertura sobre y desde un mundo que lo rebasa y en último extremo lo elige y lo perfecciona. Lo que entre ustedes ha hecho un Lezama Lima, es decir, asimilar y cubanizar por vía exclusivamente libresca y de síntesis mágico-poética los elementos más heterogéneos de una cultura que abarca desde Parménides hasta Serge Diaghilev, me ocurre a mí hacerlo a través de experiencias tangibles, de contactos directos con una realidad que no tiene nada que ver con la información o la erudición pero que es su equivalente vital, la sangre misma de Europa. Y si de Lezama puede afirmarse, como acaba de hacerlo Vargas Llosa en un bello ensayo aparecido en la revista Amaru, que su cubanidad se afirma soberana por esa asimilación de lo extranjero a los jugos y a la voz de su tierra, yo siento que también la argentinidad de mi obra ha ganado en vez de perder por esa ósmosis espiritual en la que el escritor no renuncia a nada, no traiciona nada sino que sitúa su visión en un plano desde donde sus valores originales se insertan en una trama infinitamente más amplia y más rica y por eso mismo –como de sobra lo sé yo aunque otros lo nieguen– ganan a su vez en amplitud y riqueza, se recobran en lo que pueden tener de más hondo y de más valedero.
    Por todo esto, comprenderás que mi “situación” no solamente no me preocupa en el plano personal sino que estoy dispuesto a seguir siendo un escritor latinoamericano en Francia. A salvo por el momento de toda coacción, de la censura o la autocensura que traban la expresión de los que viven en medios políticamente hostiles o condicionados por circunstancias de urgencia, mi problema sigue siendo, como debiste sentirlo al leer Rayuela, un problema metafísico, un desgarramiento continuo entre el monstruoso error de ser lo que somos como individuos y como pueblos en este siglo, y la entrevisión de un futuro en el que la sociedad humana culminaría por fin en ese arquetipo del que el socialismo da una visión práctica y la poesía una visión espiritual. Desde el momento en que tomé conciencia del hecho humano esencial, esa búsqueda representa mi compromiso y mi deber. Pero ya no creo, como pude cómodamente creerlo en otro tiempo, que la literatura de mera creación imaginativa baste para sentir que me he cumplido como escritor, puesto que mi noción de esa literatura ha cambiado y contiene en sí el conflicto entre la realización individual como la entendía el humanismo, y la realización colectiva como la entiende el socialismo, conflicto que alcanza su expresión quizá más desgarradora en el Marat-Sade de Peter Weiss. Jamás escribiré expresamente para nadie, minorías o mayorías, y la repercusión que tengan mis libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea; y sin embargo hoy sé que escribo para, que hay una intencionalidad que apunta a esa esperanza de un lector en el que reside ya la semilla del hombre futuro. No puedo ser indiferente al hecho de que mis libros hayan encontrado en los jóvenes latinoamericanos un eco vital, una confirmación de latencias, de vislumbres, de aperturas hacia el misterio y la extrañeza y la gran hermosura de la vida. Sé de escritores que me superan en muchos terrenos y cuyos libros, sin embargo, no entablan con los hombres de nuestras tierras el combate fraternal que libran los míos. La razón es simple, porque si alguna vez se pudo ser un gran escritor sin sentirse partícipe del destino histórico inmediato del hombre, en este momento no se puede escribir sin esa participación que es responsabilidad y obligación, y sólo las obras que la trasunten, aunque sean de pura imaginación, aunque inventen la infinita gama lúdica de que es capaz el poeta y el novelista, aunque jamás apunten directamente a esa participación, sólo ellas contendrán de alguna indecible manera ese temblor, esa presencia, esa atmósfera que las hace reconocibles y entrañables, que despierta en el lector un sentimiento de contacto y cercanía.
    Si esto no es aún suficientemente claro, déjame completarlo con un ejemplo. Hace veinte años veía yo en un Paul Valéry el más alto exponente de la literatura occidental. Hoy continúo admirando al gran poeta y ensayista, pero ya no representa para mí ese ideal. No puede representarlo quien, a lo largo de toda una vida consagrada a la meditación y a la creación, ignoró soberanamente (y no sólo en sus escritos) los dramas de la condición humana que en esos mismos años se abrían paso en la obra epónima de un André Malraux y, desgarrada y contradictoriamente pero de una manera admirable precisamente por ese desgarramiento y esas contradicciones, en un André Gide. Insisto en que a ningún escritor le exijo que se haga tribuno de la lucha que en tantos frentes se está librando contra el imperialismo en todas sus formas, pero sí que sea testigo de su tiempo como lo querían Martínez Estrada y Camus, y que su obra o su vida (¿pero cómo separarlas?) den ese testimonio en la forma que les sea propia. Ya no es posible respetar como se respetó en otros tiempos al escritor que se refugiaba en una libertad mal entendida para dar la espalda a su propio signo humano, a su pobre y maravillosa condición de hombre entre hombres, de privilegiado entre desposeídos y martirizados.
    Para mí, Roberto, y con esto terminaré, nada de eso es fácil. El lento, absorbente, infinito y egoísta comercio con la belleza y la cultura, la vida en un continente donde unas pocas horas me ponen frente a los frescos de Giotto o los Velázquez del Prado, en la curva del Rialto del Gran Canal o en esas salas londinenses donde se diría que las pinturas de Turner vuelven a inventar la luz, la tentación cotidiana de volver como en otros tiempos a una entrega total y fervorosa a los problemas estéticos e intelectuales, a la filosofía abstracta, a los altos juegos del pensamiento y de la imaginación, a la creación sin otro fin que el placer de la inteligencia y de la sensibilidad, libran en mí una interminable batalla con el sentimiento de que nada de todo eso se justifica éticamente si al mismo tiempo no se está abierto a los problemas vitales de los pueblos, si no se asume decididamente la condición de intelectual del tercer mundo en la medida en que todo intelectual, hoy en día, pertenece potencial o efectivamente al tercer mundo puesto que su sola vocación es un peligro, una amenaza, un escándalo para los que apoyan lenta pero seguramente el dedo en el gatillo de la bomba. Ayer, en Le Monde, un cable de la UPI transcribía declaraciones de Robert McNamara. Textualmente, el secretario norteamericano de la defensa (¿de qué defensa?) dice esto: “Estimamos que la explosión de un número relativamente pequeño de ojivas nucleares en cincuenta centros urbanos de China destruiría la mitad de la población urbana (más de cincuenta millones de personas) y más de la mitad de la población industrial. Además, el ataque exterminaría a un gran número de personas que ocupan puestos clave en el gobierno, en la esfera técnica y en la dirección de las fábricas, así como una gran proporción de obreros especializados.” Cito ese párrafo porque pienso que, después de leerlo, un escritor digno de tal nombre no puede volver a sus libros como si no hubiera pasado nada, no puede seguir escribiendo con el confortable sentimiento de que su misión se cumple en el mero ejercicio de una vocación de novelista, de poeta o de dramaturgo. Cuando leo un párrafo semejante, sé cuál de los dos elementos de mi naturaleza ha ganado la batalla. Incapaz de acción política, no renuncio a mi solitaria vocación de cultura, a mi empecinada búsqueda ontológica, a los juegos de la imaginación en sus planos más vertiginosos; pero todo eso no gira ya en sí mismo y por sí mismo, no tiene ya nada que ver con el cómodo humanismo de los mandarines de occidente. En lo más gratuito que pueda yo escribir asomará siempre una voluntad de contacto con el presente histórico del hombre, una participación en su larga marcha hacia lo mejor de sí mismo como colectividad y humanidad. Estoy convencido de que sólo la obra de aquellos intelectuales que respondan a esa pulsión y a esa rebeldía se encarnará en las conciencias de los pueblos y justificará con su acción presente y futura este oficio de escribir para el que hemos nacido.
Un abrazo muy fuerte de tu
JULIO


Carta aparecida originalmente en Casa de las Américas, Nº 45 (1967) y luego en "Último Round", de Julio Cortázar.