Las
flores del argelino
Es
domingo por la mañana, las diez, en el cruce de las calles Jacob y Bonaparte,
en el barrio de Saint-Germain-des-Prés, hace diez días.
Un
joven que viene del mercado de Buci avanza hacia este cruce. Tiene veinte años,
viste miserablemente, y empuja una carretilla llena de flores: es un joven
argelino, que vende flores a escondidas, como vive.
Avanza
hacia el cruce Jacob-Bonaparte, menos vigilado que el mercado, y se detiene
allí, aunque bastante inquieto.
Tiene
razón.
No
hace aún diez minutos que está allí –no ha tenido tiempo de vender ni un solo
ramo- cuando dos señores “de civil” se le acercan. Vienen de la Calle
Bonaparte.
Van
a la caza.
Nariz
al viento, husmeando el aire de este hermoso domingo soleado, prometedor de
irregularidades, como otras especies, el perdigón, van directo hacia la presa.
-
¿Papeles?
No
tiene papeles de autorización para entregarse al comercio de flores.
Así,
pues, uno de los dos señores se acerca a la carretilla, desliza debajo su puño
cerrado y –eh!, ¡qué fuerte es!- de un solo puñetazo vuelca todo el contenido.
El
cruce se inunda de las primeras flores de la primavera (argelina).
Ni
Eisenstein, ni nadie, están ahí, para captar la imagen de las flores por el
suelo que mira el joven argelino de veinte años, escoltado a uno y otro lado
por los representantes del orden francés. Los primeros coches que transitan por
allí, y esto no puede impedirse, evitan destrozar las flores, esquivándolas
instintivamente mediante un rodeo.
Nadie
en la calle, excepto, sí, una mujer, una sola:
-
¡Bravo!, señores –exclama-. Ven ustedes,
si se hiciera eso cada vez, nos
libraríamos pronto de esta chusma. ¡Bravo!
Pero
viene del mercado otra mujer, que iba tras ella, mira, tanto las flores como al
joven criminal que las vendía, y a la mujer jubilada, y a los dos señores. Y sin decir palabra, se
inclina, recoge unas flores, se acerca al joven argelino, y le paga. Después de
ella, llega otra mujer, recoge y paga. Después de ésta, llegan otras cuatro
mujeres, se inclinan, recogen y pagan. Quince mujeres. Siempre es silencio.
Aquellos señores patalean. Pero ¿qué hacer? Esas flores están en venta y no se
puede impedir que se quiera comprarlas.
Apenas
han pasado diez minutos. No queda ni una sola flor por el suelo.
Después
de esto, los citados señores pudieron llevarse al joven argelino al
puesto
de policía.
(Marguerite
Duras – France-Observateur 1957)
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