Situación
del intelectual latinoamericano
(Carta
de Julio Cortázar a Roberto Fernández Retamar)
Saignon (Vaucluse). 10
de mayo de 1967
A Roberto Fernández
Retamar en La Habana
Mi querido Roberto:
Te
debo una carta, y unas páginas para el número de la Revista que tratará de la
situación del intelectual latinoamericano contemporáneo. Por lo que verás a
renglón casi seguido, me resulta más sencillo unir ambas cosas; hablando
contigo, aunque sólo sea desde un papel por encima del mar, me parece que
alcanzaré a decir mejor algunas cosas que se me almidonarían si les diera el
tono del ensayo, y tú ya sabes que el almidón y yo no hacemos buenas camisas.
Digamos entonces que una vez más estamos viajando en auto rumbo a Trinidad y
que después de habernos apoderado con gran astucia de los dos mejores asientos,
con probable cólera de Mario, Ernesto y Fernando apiñados en el fondo,
reanudamos aquella conversación que me valió pasar tres maravillosos días en
enero último, y que de alguna manera no se interrumpirá jamás entre tú y yo.
Prefiero
este tono porque palabras como “intelectual” y “latinoamericano” me hacen
levantar instintivamente la guardia, y si además aparecen juntas me suenan en
seguida a disertación del tipo de las que terminan casi siempre encuadernadas
(iba a decir enterradas) en pasta española. Súmale a eso que llevo dieciséis
años fuera de Latinoamérica, y que me considero sobre todo como un cronopio que
escribe cuentos y novelas sin otro fin que el perseguido ardorosamente por
todos los cronopios, es decir su regocijo personal. Tengo que hacer un gran
esfuerzo para comprender que a pesar de esas peculiaridades soy un
intelectual latinoamericano; y me apresuro a decirte que si hasta hace pocos
años esa clasificación despertaba en mí el reflejo muscular consistente en
elevar los hombros hasta tocarme las orejas creo que los hechos cotidianos de
esta realidad que nos agobia (¿realidad esta pesadilla irreal, esta danza
de idiotas al borde del abismo?) obligan a suspender los juegos, y sobre todo
los juegos de palabras. Acepto, entonces, considerarme un intelectual
latinoamericano, pero mantengo una reserva: no es por serlo que diré lo que
quiero decirte aquí. Si las circunstancias me sitúan en ese contexto y dentro
de él debo hablar, prefiero que se entienda claramente que lo hago como un ente
moral, digamos lisa y llanamente como un hombre de buena fe, sin que mi
nacionalidad y mi vocación sean las razones determinantes de mis palabras. El
que mis libros estén presentes desde hace años en Latinoamérica no invalida el
hecho deliberado e irreversible de que me marché de la Argentina en 1951 y que
sigo residiendo en un país europeo que elegí sin otro motivo que mi soberana
voluntad de vivir y escribir en la forma que me parecía más plena y
satisfactoria. Hechos concretos me han movido en los últimos cinco años a
reanudar un contacto personal con Latinoamérica, y ese contacto se ha hecho por
Cuba y desde Cuba; pero la importancia que tiene para mí ese contacto no se
deriva de mi condición de intelectual latinoamericano; al contrario, me
apresuro a decirte que nace de una perspectiva mucho más europea que
latinoamericana, y más ética que intelectual. Si lo que sigue ha de tener algún
valor, debe nacer de una total franqueza, y empiezo por señalarlo a los
nacionalistas de escarapela y banderita que directa o indirectamente me han
reprochado muchas veces mi “alejamiento” de mi patria o, en todo caso, mi
negativa a reintegrarme físicamente a ella.
En
última instancia, tú y yo sabemos de sobra que el problema del intelectual
contemporáneo es uno solo, el de la paz fundada en la justicia social, y que
las pertenencias nacionales de cada uno sólo subdividen la cuestión sin
quitarle su carácter básico. Pero es aquí donde un escritor alejado de su país
se sitúa forzosamente en una perspectiva diferente. Al margen de la
circunstancia local, sin la inevitable dialéctica del challenge and
response cotidianos que representan los problemas políticos, económicos o
sociales del país, y que exigen el compromiso inmediato de todo intelectual
consciente, su sentimiento del proceso humano se vuelve por decirlo así más
planetario, opera por conjuntos y por síntesis, y si pierde la fuerza
concentrada en un contexto inmediato, alcanza en cambio una lucidez a veces
insoportable pero siempre esclarecedora. Es obvio que desde el punto de vista
de la mera información mundial, da casi lo mismo estar en Buenos
Aires que en Washington o en Roma, vivir en el propio país o fuera de él. Pero
aquí no se trata de información sino de visión. Como revolucionario
cubano, sabes de sobra hasta qué punto los imperativos locales, los problemas
cotidianos de tu país, forman por así decirlo un primer círculo vital en el que
debes obrar e incidir como escritor, y que ese primer círculo en el que se
juega tu vida y tu destino personal a la par de la vida y el destino de tu
pueblo, es a la vez contacto y barrera con el resto del mundo, contacto porque
tu batalla es la de la humanidad, barrera porque en la batalla no es fácil
atender a otra cosa que a la línea de fuego.
No
se me escapa que hay escritores con plena responsabilidad de su misión nacional
que bregan a la vez por algo que la rebasa y la universaliza; pero bastante más
frecuente es el caso de los intelectuales que, sometidos a ese condicionamiento
circunstancial, actúan por así decirlo desde fuera hacia adentro, partiendo de
ideales y principios universales para circunscribirlos a un país, a un idioma,
a una manera de ser. Desde luego no creo en los universalismos diluidos y
teóricos, en las “ciudadanías del mundo” entendidas como un medio para evadir
las responsabilidades inmediatas y concretas “Vietnam, Cuba, toda
Latinoamérica” en nombre de un universalismo más cómodo por menos peligroso;
sin embargo, mi propia situación personal me inclina a participar en lo que nos
ocurre a todos, a escuchar las voces que entran por cualquier
cuadrante de la rosa de los vientos. A veces me he preguntado qué hubiera sido
de mi obra de haberme quedado en la Argentina; sé que hubiera seguido
escribiendo porque no sirvo para otra cosa, pero a juzgar por lo que llevaba
hecho hasta el momento de marcharme de mi país, me inclino a suponer que habría
seguido la concurrida vía del escapismo intelectual, que era la mía hasta
entonces y sigue siendo la de muchísimos intelectuales argentinos de mi
generación y mis gustos. Si tuviera que enumerar las causas por las que me
alegro de haber salido de mi país (y quede bien claro que hablo por mí
solamente, y de manera a título de parangón) creo que la principal sería el
haber seguido desde Europa, con una visión des-nacionalizada, la revolución
cubana. Para afirmarme en esta convicción me basta, de cuando en cuando, hablar
con amigos argentinos que pasan por París con la más triste ignorancia de lo
que verdaderamente ocurre en Cuba; me basta hojear los periódicos que leen
veinte millones de compatriotas; me basta y me sobra sentirme a cubierto de la
influencia que ejerce la información norteamericana en mi país y de la que no
se salvan, incluso creyéndolo sinceramente, infinidad de escritores y artistas
argentinos de mi generación que comulgan todos los días con las ruedas de
molino subliminales de la United Press y las revistas “democráticas” que
marchan al compás de Time o de Life.
Aquí
ya puedo hablar en primera persona, puesto que de eso se trata en los
testimonios que nos has pedido. Lo primero que diré es una paradoja que puede
tener su valor si se la mide a la luz de los párrafos anteriores en que he
tratado de situarme y situarte mejor ¿No te parece en verdad paradójico que un
argentino casi enteramente volcado hacia Europa en su juventud, al punto de
quemar las naves y venirse a Francia, sin una idea precisa de su destino, haya
descubierto aquí, después de una década, su verdadera condición de
latinoamericano? Pero esta paradoja abre una cuestión más honda: la de si no
era necesario situarse en la perspectiva más universal del viejo mundo, desde
donde todo parece poder abarcarse con una especie de ubicuidad mental, para ir
descubriendo poco a poco las verdaderas raíces de lo latinoamericano sin perder
por eso la visión global de la historia y del hombre. La edad, la madurez,
influyen desde luego, pero no bastan para explicar ese proceso de
reconciliación y recuperación de valores originales; insisto en creer (y en
hablar por mí mismo y sólo por mí mismo) que, si me hubiera quedado en la
Argentina, mi madurez de escritor se hubiera traducido de otra manera,
probablemente más perfecta y satisfactoria para los historiadores de la
literatura, pero ciertamente menos incitadora, provocadora y en última
instancia fraternal para aquellos que leen mis libros por razones vitales y no
con vistas a la ficha bibliográfica o la clasificación estética. Aquí quiero
agregar que de ninguna manera me creo un ejemplo de esa “vuelta a los orígenes”
–telúricos, nacionales, lo que quieras– que ilustra precisamente una importante
corriente de la literatura latinoamericana, digamos Los pasos
perdidos y, más circunscritamente, Doña Bárbara. El
telurismo como lo entiende entre ustedes un Samuel Feijóo, por ejemplo, me es
profundamente ajeno por estrecho, parroquial y hasta diría aldeano; puedo
comprenderlo y admirarlo en quienes no alcanzan, por razones múltiples, una
visión totalizadora de la cultura y de la historia, y concentran todo su
talento en una labor “de zona“, pero me parece un preámbulo a los peores
avances del nacionalismo negativo cuando se convierte en el credo de escritores
que, casi siempre por falencias culturales, se obstinan en exaltar los valores
del terruño contra los valores a secas, el país contra el mundo, la raza (porque
en eso se acaba) contra las demás razas. ¿Podrías tú imaginarte a un hombre de
la latitud de un Alejo Carpentier convirtiendo la tesis de su novela citada en
una inflexible bandera de combate? Desde luego que no, pero los hay que lo
hacen, así como hay circunstancias de la vida de los pueblos en que ese
sentimiento del retorno, ese arquetipo casi junguiano del hijo pródigo, de
Odiseo al final de periplo, puede derivar a una exaltación tal de lo propio
que, por contragolpe lógico, la vía del desprecio más insensato se abra hacia
todo lo demás. Y entonces ya sabemos lo que pasa, lo que pasó hasta 1945, lo
que puede volver a pasar.
Quedamos,
entonces, para volver a mí que soy desganadamente el tema de estas páginas, que
la paradoja de redescubrir a distancia lo latinoamericano entraña un proceso de
orden muy diferente a una arrepentida y sentimental vuelta al pago. No
solamente no he vuelto al pago sino que Francia, que es mi casa, me sigue
pareciendo el lugar de elección para un temperamento como el mío, para mis
gustos y, espero, para lo que pienso todavía escribir antes de dedicarme a la
vejez, tarea complicada y absorbente como es sabido. Cuando digo que aquí me
fue dado descubrir mi condición de latinoamericano, indico tan sólo una de las
consecuencias de una evolución más compleja y abierta. Ésta no es una
autobiografía, y por eso resumiré esa evolución en el mero apunte de sus
etapas. De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad, como lo
imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro; en París nació un hombre para
quien los libros deberán culminar en la realidad. Ese proceso comportó muchas
batallas, derrotas, traiciones y logros parciales. Empecé por tener conciencia
de mi prójimo, en un plano sentimental y por decirlo así antropológico; un día
desperté en Francia a la evidencia abominable de la guerra de Argelia, yo que
de muchacho había seguido la guerra de España y más tarde la guerra mundial
como una cuestión en la que lo fundamental eran principios e ideas en lucha. En
1957 empecé a tomar conciencia de lo que pasaba en Cuba (antes había noticias
periodísticas de cuando en cuando, vaga noción de una dictadura sangrienta como
tantas otras, ninguna participación afectiva a pesar de la adhesión en el plano
de los principios). El triunfo de la revolución cubana, los primeros años del
gobierno, no fueron ya una mera satisfacción histórica o política; de pronto
sentí otra cosa, una encarnación de la causa del hombre como por fin había
llegado a concebirla y desearla. Comprendí que el socialismo, que hasta
entonces me había parecido una corriente histórica aceptable e incluso
necesaria, era la única corriente de los tiempos modernos que se basaba en el
hecho humano esencial, en el ethos tan elemental como ignorado por
las sociedades en que me tocaba vivir, en el simple, inconcebiblemente difícil
y simple principio de que la humanidad empezará verdaderamente a merecer su
nombre el día en que haya cesado la explotación del hombre por el hombre. Más
allá no era capaz de ir, porque, como te lo he dicho y probado tantas veces, lo
ignoro todo de la filosofía política, y no llegué a sentirme un escritor de
izquierda a consecuencia de un proceso intelectual sino por el mismo mecanismo
que me hace escribir como escribo o vivir como vivo, un estado en el que la
intuición, la participación al modo mágico en el ritmo de los hombres y las
cosas, decide mi camino sin dar ni pedir explicaciones. Con una simplificación
demasiado maniquea puedo decir que así como tropiezo todos los días con hombres
que conocen a fondo la filosofía marxista y actúan sin embargo con una
conciencia reaccionaria en el plano personal, a mí me sucede estar empapado por
el peso de toda una vida en la filosofía burguesa, y sin embargo me interno
cada vez más por las vías del socialismo. Y no es fácil, y ésa es precisamente
mi situación actual por la que se pregunta en esta encuesta. Un texto
mío que publicaste hace poco en la revista “Casilla del camaleón” puede mostrar
una parte de ese conflicto permanente de un poeta con el mundo, de un escritor
con su trabajo.
Pero
para hablar de mi situación como escritor que ha decidido asumir una tarea que
considera indispensable en el mundo que lo rodea, tengo que completar la
síntesis de ese camino que llegó a su fin con mi nueva conciencia de la
revolución cubana. Cuando fui invitado por primera vez a visitar tu país,
acababa de leer Cuba, isla profética, de Waldo Frank, que resonó
extrañamente en mí, despertándome a una nostalgia, a un sentimiento de
carencia, a un no estar verdaderamente en el mundo de mi tiempo aunque en esos
años mi mundo parisiense fuera tan pleno y exaltante como lo había deseado
siempre y lo había conseguido después de más de una década de vida en Francia.
El contacto personal con las realizaciones de la revolución, la amistad y el
diálogo con escritores y artistas, lo positivo y lo negativo que vi y compartí
en ese primer viaje actuaron doblemente en mí; por un lado tocaba otra vez la
realidad latinoamericana de la que tan alejado me había sentido en el terreno
personal, y por otro lado asistía cotidianamente a la dura y a veces
desesperada tarea de edificar el socialismo en un país tan poco preparado en
muchos aspectos y tan abierto a los riesgos más inminentes. Pero entonces sentí
que esa doble experiencia no era doble en el fondo, y ese brusco descubrimiento
me deslumbró. Sin razonarlo, sin análisis previo, viví de pronto el sentimiento
maravilloso de que mi camino ideológico coincidiera con mi retorno
latinoamericano; de que esa revolución, la primera revolución socialista que me
era dado seguir de cerca, fuera una revolución latinoamericana. Guardo la
esperanza de que en mi segunda visita a Cuba, tres años más tarde, te haya
mostrado que ese deslumbramiento y esa alegría no se quedaron en mero goce
personal. Ahora me sentía situado en un punto donde convergían y se conciliaban
mi convicción en un futuro socialista de la humanidad y mi regreso individual y
sentimental a una Latinoamérica de la que me había marchado sin mirar hacia
atrás muchos años antes.
Cuando
regresé a Francia luego de esos dos viajes, comprendí mejor dos cosas. Por una
parte, mi hasta entonces vago compromiso personal e intelectual con la lucha
por el socialismo entraría, como ha entrado, en un terreno de definiciones
concretas, de colaboración personal allí donde pudiera ser útil. Por otra
parte, mi trabajo de escritor continuaría el rumbo que le marca mi manera de
ser, y aunque en algún momento pudiera reflejar ese compromiso (como algún
cuento que conoces y que ocurre en tu tierra) lo haría por las mismas razones
de libertad estética que ahora me están llevando a escribir una novela que
ocurre prácticamente fuera del tiempo y del espacio histórico. A riesgo de
decepcionar a los catequistas y a los propugnadores del arte al servicio de las
masas, sigo siendo ese cronopio que, como lo decía al comienzo, escribe para su
regocijo o su sufrimiento personal, sin la menor concesión, sin obligaciones
“latinoamericanas” o “socialistas” entendidas como a
prioris pragmáticos. Y es aquí donde lo que traté de explicar al principio
encuentra, creo, su justificación más profunda. Sé de sobra que vivir en Europa
y escribir “argentino” escandaliza a los que exigen una especie de asistencia
obligatoria a clase por parte del escritor. Una vez que para mi considerable estupefacción
un jurado insensato me otorgó un premio en Buenos Aires, supe que alguna
célebre novelista de esos pagos había dicho con patriótica indignación que los
premios argentinos deberían darse solamente a los residentes en el país. Esta
anécdota sintetiza en su considerable estupidez una actitud que alcanza a
expresarse de muchas maneras pero que tiende siempre al mismo fin; incluso en
Cuba, donde poco podría importar si habito en Francia o en Islandia, no han
faltado los que se inquietan amistosamente por ese supuesto exilio. Como la
falsa modestia no es mi fuerte, me asombra que a veces no se advierta hasta qué
punto el eco que han podido despertar mis libros en Latinoamérica se deriva de
que proponen una literatura cuya raíz nacional y regional está como potenciada
por una experiencia más abierta y más compleja, y en la que cada evocación o
recreación de lo originalmente mío alcanza su extrema tensión gracias a esa
apertura sobre y desde un mundo que lo rebasa y en último extremo lo elige y lo
perfecciona. Lo que entre ustedes ha hecho un Lezama Lima, es decir, asimilar y
cubanizar por vía exclusivamente libresca y de síntesis mágico-poética los
elementos más heterogéneos de una cultura que abarca desde Parménides hasta
Serge Diaghilev, me ocurre a mí hacerlo a través de experiencias tangibles, de
contactos directos con una realidad que no tiene nada que ver con la
información o la erudición pero que es su equivalente vital, la sangre misma de
Europa. Y si de Lezama puede afirmarse, como acaba de hacerlo Vargas Llosa en
un bello ensayo aparecido en la revista Amaru, que su cubanidad se
afirma soberana por esa asimilación de lo extranjero a los jugos y a la voz de
su tierra, yo siento que también la argentinidad de mi obra ha ganado en vez de
perder por esa ósmosis espiritual en la que el escritor no renuncia a nada, no
traiciona nada sino que sitúa su visión en un plano desde donde sus valores
originales se insertan en una trama infinitamente más amplia y más rica y por
eso mismo –como de sobra lo sé yo aunque otros lo nieguen– ganan a su vez en
amplitud y riqueza, se recobran en lo que pueden tener de más hondo y
de más valedero.
Por
todo esto, comprenderás que mi “situación” no solamente no me preocupa en el
plano personal sino que estoy dispuesto a seguir siendo un escritor
latinoamericano en Francia. A salvo por el momento de toda coacción, de la
censura o la autocensura que traban la expresión de los que viven en medios
políticamente hostiles o condicionados por circunstancias de urgencia, mi problema
sigue siendo, como debiste sentirlo al leer Rayuela, un problema
metafísico, un desgarramiento continuo entre el monstruoso error de ser lo que
somos como individuos y como pueblos en este siglo, y la entrevisión de un
futuro en el que la sociedad humana culminaría por fin en ese arquetipo del que
el socialismo da una visión práctica y la poesía una visión espiritual. Desde
el momento en que tomé conciencia del hecho humano esencial, esa búsqueda
representa mi compromiso y mi deber. Pero ya no creo, como pude cómodamente
creerlo en otro tiempo, que la literatura de mera creación imaginativa baste
para sentir que me he cumplido como escritor, puesto que mi noción de esa
literatura ha cambiado y contiene en sí el conflicto entre la realización
individual como la entendía el humanismo, y la realización colectiva como la
entiende el socialismo, conflicto que alcanza su expresión quizá más
desgarradora en el Marat-Sade de Peter Weiss. Jamás escribiré
expresamente para nadie, minorías o mayorías, y la repercusión que tengan mis
libros será siempre un fenómeno accesorio y ajeno a mi tarea; y sin embargo hoy
sé que escribo para, que hay una intencionalidad que apunta a esa
esperanza de un lector en el que reside ya la semilla del hombre futuro. No puedo
ser indiferente al hecho de que mis libros hayan encontrado en los jóvenes
latinoamericanos un eco vital, una confirmación de latencias, de vislumbres, de
aperturas hacia el misterio y la extrañeza y la gran hermosura de la vida. Sé
de escritores que me superan en muchos terrenos y cuyos libros, sin embargo, no
entablan con los hombres de nuestras tierras el combate fraternal que libran
los míos. La razón es simple, porque si alguna vez se pudo ser un gran escritor
sin sentirse partícipe del destino histórico inmediato del hombre, en este
momento no se puede escribir sin esa participación que es responsabilidad y
obligación, y sólo las obras que la trasunten, aunque sean de pura imaginación,
aunque inventen la infinita gama lúdica de que es capaz el poeta y el novelista,
aunque jamás apunten directamente a esa participación, sólo ellas contendrán de
alguna indecible manera ese temblor, esa presencia, esa atmósfera que las hace
reconocibles y entrañables, que despierta en el lector un sentimiento de
contacto y cercanía.
Si
esto no es aún suficientemente claro, déjame completarlo con un ejemplo. Hace
veinte años veía yo en un Paul Valéry el más alto exponente de la literatura
occidental. Hoy continúo admirando al gran poeta y ensayista, pero ya no
representa para mí ese ideal. No puede representarlo quien, a lo largo de toda
una vida consagrada a la meditación y a la creación, ignoró soberanamente (y no
sólo en sus escritos) los dramas de la condición humana que en esos mismos años
se abrían paso en la obra epónima de un André Malraux y, desgarrada y
contradictoriamente pero de una manera admirable precisamente por ese
desgarramiento y esas contradicciones, en un André Gide. Insisto en que a
ningún escritor le exijo que se haga tribuno de la lucha que en tantos frentes
se está librando contra el imperialismo en todas sus formas, pero sí que
sea testigo de su tiempo como lo querían Martínez Estrada y Camus, y
que su obra o su vida (¿pero cómo separarlas?) den ese testimonio en la forma
que les sea propia. Ya no es posible respetar como se respetó en otros tiempos
al escritor que se refugiaba en una libertad mal entendida para dar la espalda
a su propio signo humano, a su pobre y maravillosa condición de hombre entre
hombres, de privilegiado entre desposeídos y martirizados.
Para
mí, Roberto, y con esto terminaré, nada de eso es fácil. El lento, absorbente,
infinito y egoísta comercio con la belleza y la cultura, la vida en un
continente donde unas pocas horas me ponen frente a los frescos de Giotto o los
Velázquez del Prado, en la curva del Rialto del Gran Canal o en esas salas
londinenses donde se diría que las pinturas de Turner vuelven a inventar la
luz, la tentación cotidiana de volver como en otros tiempos a una entrega total
y fervorosa a los problemas estéticos e intelectuales, a la filosofía
abstracta, a los altos juegos del pensamiento y de la imaginación, a la
creación sin otro fin que el placer de la inteligencia y de la sensibilidad,
libran en mí una interminable batalla con el sentimiento de que nada de todo
eso se justifica éticamente si al mismo tiempo no se está abierto a los
problemas vitales de los pueblos, si no se asume decididamente la condición de
intelectual del tercer mundo en la medida en que todo intelectual, hoy en
día, pertenece potencial o efectivamente al tercer mundo puesto que su
sola vocación es un peligro, una amenaza, un escándalo para los que apoyan
lenta pero seguramente el dedo en el gatillo de la bomba. Ayer, en Le
Monde, un cable de la UPI transcribía declaraciones de Robert McNamara.
Textualmente, el secretario norteamericano de la defensa (¿de qué defensa?)
dice esto: “Estimamos que la explosión de un número relativamente pequeño de
ojivas nucleares en cincuenta centros urbanos de China destruiría la mitad de
la población urbana (más de cincuenta millones de personas) y más de la mitad
de la población industrial. Además, el ataque exterminaría a un gran número de
personas que ocupan puestos clave en el gobierno, en la esfera técnica y en la
dirección de las fábricas, así como una gran proporción de obreros
especializados.” Cito ese párrafo porque pienso que, después de leerlo, un
escritor digno de tal nombre no puede volver a sus libros como si no hubiera
pasado nada, no puede seguir escribiendo con el confortable sentimiento de que su
misión se cumple en el mero ejercicio de una vocación de novelista, de poeta o
de dramaturgo. Cuando leo un párrafo semejante, sé cuál de los dos elementos de
mi naturaleza ha ganado la batalla. Incapaz de acción política, no renuncio a
mi solitaria vocación de cultura, a mi empecinada búsqueda ontológica, a los
juegos de la imaginación en sus planos más vertiginosos; pero todo eso no gira
ya en sí mismo y por sí mismo, no tiene ya nada que ver con el cómodo humanismo
de los mandarines de occidente. En lo más gratuito que pueda yo escribir
asomará siempre una voluntad de contacto con el presente histórico del hombre,
una participación en su larga marcha hacia lo mejor de sí mismo como
colectividad y humanidad. Estoy convencido de que sólo la obra de aquellos
intelectuales que respondan a esa pulsión y a esa rebeldía se encarnará en las
conciencias de los pueblos y justificará con su acción presente y futura este
oficio de escribir para el que hemos nacido.
Un abrazo muy fuerte de
tu
JULIO
Carta aparecida
originalmente en Casa de las Américas, Nº 45 (1967) y luego en
"Último Round", de Julio Cortázar.
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