Florero
de Llorente (El día que le pegamos a Llorente -20 de julio de 1810)
NARRADOR:
Me acuerdo muy bien: todos nos levantamos
muy temprano ese día. Era viernes. Los mercachifles y marchantas del mercado
semanal, en número mucho mayor que el
acostumbrado, ocuparon sus puestos en la Plaza Mayor, que ahora le llaman
"de Bolívar", con tal orden y disciplina, que ya a las cuatro y media
de la mañana estaba cada uno en su lugar, con sus achicorias, arracachas, coles
y verdolagas dispuestas para el regateo. Había un silencio raro en el aire y se
percibía una tensión general, como si
todos supieran que algo muy gordo estaba a punto de suceder. Hasta los perros
de los marchantes, con las narices mojadas por la niebla fría del amanecer,
vigilaban anhelantes la esquina del Cabildo, las ventanas del Palacio del
Virrey, la explanada del Colegio de San Bartolomé y la puerta de la Cárcel
Mayor.
A las cinco en punto
comenzó la misa en la Catedral, que a esa hora estaba ya repleta hasta los
topes. Todos los adultos comulgaron, mirándose con recelo los unos a los otros.
Los señores chapetones y sus familias, ocupando los bancos más cercanos al altar,
echaban de vez en cuando miradas de odio y desprecio a los criollos y sus
familias, que se mantenían todos agrupados más atrás, muy dignos, en las
bancadas cercanas a la puerta. El populacho, la plebe, la chusma, es decir el
pueblo humilde, honrado y trabajador, oía la misa y se rascaba los piojos de
pie, en las naves laterales, donde las imágenes de los santos milagrosos miraban
al cielo con expresión de sufrimiento, agobiadas por el olor a ruana sudada,
alpargata macerada y enjalma inmemorial. Todos estaban nerviosos, aunque todos
estaban estragados por el sueño y el cansancio. Nadie había dormido la noche
anterior. En las casas de los criollos más notables se había permanecido en
vela, y grupos de campesinos y arrieros "voluntarios" habían montado
guardia en los portones y zaguanes, porque corría la voz de que los chapetones
planeaban asesinar a las diecinueve familias más importantes de la cachaquería.
Circulaba una lista, supuestamente hecha por los españoles, en que constaban
los nombres de los jefes de esas familias: el señor Emigdio Benítez Plata en
primer lugar, don Camilo Torres en segundo, don José Acevedo y Gómez en
tercero... A este plan siniestro se le había dado el nombre de "La
Conspiración Infiesta", porque era precisamente el señor Infiesta, oidor
de la Real Audiencia, quien había dicho en corrillo de amigos y compadres que
era necesario eliminar a los criollos de más prestigio para garantizar el orden
y la tranquilidad. El señor Infiesta pertenecía a esa clase de cretinos que
creen posible tranquilizar al pueblo asesinándole su gente.
Los chapetones también estaban agotados,
porque entre ellos había corrido el
rumor de que esa noche los criollos iban a hacer una matanza general de
españoles. Por eso, aunque se habían ido a dormir temprano, se les había pasado
la noche revolcándose en la cama, intranquilos, tratando de creer en las
palabras del oidor Hernández de Alba: -
"Los americanos son como los perros sin dientes: ladran, pero no muerden".
Yo también estaba sin
dormir, porque mi papá me había llevado a la casa del sabio Caldas, donde se
hizo una reunión en la que participaron don Camilo Torres, don Frutos Joaquín
Gutiérrez, don José Acevedo y Gómez, don Miguel Pombo, don Francisco Morales, y
otros varios cachacos de lo más fino. Recuerdo que don Camilo Torres, muy
elegante con su casaca de paño color carmelita y sus pantalones de lino blanco,
se paseaba de un lado a otro y dos o tres veces se lamentó de la ausencia de
don Antonio Nariño. Ya hacía dos meses que los malditos chapetones habían
mandado a Nariño a Cartagena, con grilletes en las manos y en los pies, porque
sospechaban que don Antonio estaba preparando
un motín para disolver al Reino.
Recuerdo también que a mí, por ser niño, me dieron agua de panela y unas
galletas, y que ellos tomaron café con excepción del sabio Caldas, que prefería
el "té de Bogotá", traído de la finca de Nariño.
A mí me gustaba mucho
estar cerca de Caldas, porque parecía como un niño, con la casaca abierta y la
camisa desabrochada, siempre dibujando mamarrachos y fórmulas incomprensibles
en sus cuadernos de apuntes. Esa noche, mientras don Camilo Torres daba
instrucciones severas a todos y explicaba que era necesario provocar un
incidente violento con los chapetones, haciéndolos aparecer a ellos como
culpables, porque, según decía, "para asegurar el éxito es necesario que
la chispa incendiaria parta del vivac enemigo", Caldas dibujó en un pedazo
de papel un óvalo cruzado por una raya, más o menos así: y me preguntó: "A ver, jovencito, ¿qué
significa esto?" Yo examiné el enigma desde la altura de mis doce años y
le contesté sin vacilar: "O larga y negra partida". El se echó a reír
y me dijo: "Esa interpretación vale
para cuando a uno lo van a fusilar: ¡Oh, larga y negra partida...!
Por ahora la
explicación es otra, y yo se la resumo diciendo que basta con partir un solo
eslabón para que se rompa toda la cadena". Don José Acevedo y Gómez, que
oyó estas últimas palabras, comentó: "Eso es muy cierto. Y lo que
necesitamos en este momento es saber cuál es el eslabón que conviene
partir". Luego se llevó a mi papá a un rincón y le habló en voz baja. Los
ví discutir unos instantes. Después de eso mi papá vino y me ordenó: "Vaya
y acuéstese en la otra pieza. Duérmase, porque mañana tenemos mucho que hacer,
y yo lo voy a necesitar para que traiga y lleve recados". Yo le hice caso
porque me di cuenta de que ellos querían discutir lo del eslabón sin que mis
orejas pudieran oir. Mi papá era admirador de Rousseau y a mí me educaba según
el método propuesto en el "Emilio", y por eso para mí era muy fácil
obedecerle. Yo confiaba en él. He contado todo esto para que ustedes entiendan
que al amanecer del 20 de julio de 1810 todos los habitantes de Santafé
estábamos trasnochados y nerviosos. Todos, excepto don José González Llorente y
su familia. Ellos eran los únicos que habían dormido tranquilos, porque don
José González Llorente era un pan de Dios que nunca se metía en chismes, jamás
hablaba de política con nadie, y por lo tanto él y su familia eran los únicos
en todo el virreinato que no sabían lo
que estaba pasando. Don José González Llorente era chapetón, nacido en Cádiz,
pero se había casado con una criolla, a la cual amaba y respetaba con
veneración. Aparte de sus hijos y de su mujer, don José González Llorente
mantenía en su casa a doce mujeres más: once hermanas de su esposa y la mamá de
todas. Era, en consecuencia, un santo, y
Dios lo debe tener en su gloria. Su generosidad era proverbial, su simpatía por
los criollos evidente, su tienda estaba muy bien situada, a pocos metros de la
Catedral, bien surtida con paños y manteles y vajillas y cristales y floreros.
Yo lo quería, porque siempre me regalaba algún dulce y me acariciaba la cabeza
cuando yo iba a recoger los tabacos para
mi papá.
Apenas terminó la misa
todo el mundo se desbandó para sus casas. Don José González Llorrente, sus hijos, su mujer, su
suegra y sus once cuñadas, seguidos por cuatro sirvientas almidonadas y un
criado adolescente, se fueron muy en fila y se encerraron en su domicilio, sin
hablar con nadie y pensando solamente en Cristo y sus apóstoles. La niebla de
la mañana se había disipado. En la Plaza Mayor el mercado hervía de susurros y
cuchicheos, pero en toda la ciudad se alcanzaba a oir el ruido que hacían la
cachaquería y la chapetonería, a unísono, sorbiendo en sus hogares el chocolate
caliente, el caldo de pollo y el cuchuco suculento del almuerzo. Gente timorata,
zanahoria y rinconera, los santafereños de lustre refocilaban el estómago
después del extenuante esfuerzo de oir
misa.
A las nueve de la
mañana don José González Llorente abrió su tienda, situada en la Calle Real,
ahí mismo donde está ahora la llamada "Casa del Florero". En ese
momento yo estaba en mi casa, a cuatro cuadras de allí, recibiendo la siguiente
orden de mi papá: "Vaya donde el señor Llorente y observe la situación. Si ocurre alguna novedad,
avísele a don José Acevedo y Gómez y después véngase a ver en qué lo
necesito". Yo salí corriendo a cumplir el encargo, y llegué a mi puesto de
observación en el preciso instante en que los hermanos Morales se dirigían al
señor González Llorente con estas amables palabras: -"Oiga usted, señor,
venimos a que nos preste el florero bonito ese que tiene para adornar la sala
en la que vamos a darle la recepción a don Antonio Villavicencio. Ya sabemos
que usted es un chapetón recalcitrante y que nos odia a los criollos, pero
suponemos que no será tan grosero como para faltar a las reglas de la
hospitalidad. ¿No es así?"
El pobre don González Llorente se puso
colorado, y tartamudeando de la sorpresa, contestó: -"¿Pero de dónde sacan
vuestras mercedes, señores míos, que yo odio a los criollos? ¿Y por qué me hablan
vuestras mercedes en ese tono tan insultante? ¿Les he faltado yo en algo alguna
vez, he sido desatento con vuestras mercedes o con vuestras honradas esposas o
madres o hermanas? ¡Por supuesto que pueden vuestras mercedes disponer del
florero, y de toda mi tienda, que a mí no me importa si el agasajado es criollo
o chapetón!"
-"¡Ajá! -respondió
el más joven de los Morales- ¡de manera que insulta a nuestras madres, y
esposas, y hermanas! ¡De manera que dice que no le importan, que se caga en los
criollos! ¡De manera que se niega a prestar el florero, solamente porque el
agasajado es criollo! ¡Viejo cabrón, miserable, chapetón de mierda, ahora mismo
vas a a ver cuánto valemos los criollos!"
La famosa bofetada que
uno de los Morales dio al pobre señor Llorente condujo, según dicen los señores
historiadores, al nacimiento de la Patria. Según eso, yo fui uno de los
testigos más cercanos en ese parto
doloroso, según se puede observar en ese grabado histórico. Yo soy,
naturalmente, el mocoso que tiene las manos en los bolsillos.
El tumulto que se armó
entonces fue tremendo. La gente se arremolinó, gritando contra el pobre señor
González Llorente, y a mí me dió la
impresión de que todos sabían exactamente cómo tenían que moverse y
qué tenían que gritar. Todos, menos don
José González Llorente, que estaba muy
aturdido, muy azorado, muy sorprendido y muy achicopalado. En esto llegó
don Francisco José de Caldas, con sus botas muy lustradas y su cuello de
encaje, y una sonrisa maliciosa en la mitad de la cara, y saludó muy
amablemente a don José González Llorente. Eso me pareció muy absurdo, y al comienzo no entendí por qué Caldas hacía eso.
Era imposible que él no se hubiera dado cuenta del tumulto. Pero comprendí de
qué se trataba cuando uno de los Morales le dijo:
-"Señor Caldas, es increíble que usted
salude con amabilidad a este chapetón miserable, que ha insultado a los
criollos, que ha dicho que se caga en todos nosotros, y que se ha negado del
modo más vulgar y soez a cumplir con los deberes de la hospitalidad". Caldas miró a los Morales, a la muchedumbre,
a don José González Llorente que estaba congestionado por la sorpresa, la
humillación y el espanto, y dijo con una tranquilidad brutal, amable y
sonriente:
-"Pues si es verdad lo que vuestras
mercedes me dicen, tengo que retirar el saludo que acabo de ofrecer". Don
Gónzalez Llorente pareció hundirse en el abismo de un colapso cardíaco. La
multitud volvió a gritar y yo salí corriendo de allí y me fui a contarle todo a
don José Acevedo y Gómez, como mi papá me había ordenado, y luego me dirigí a
toda velocidad a la casa, a esperar
instrucciones. Mi papá se mostró
muy satisfecho de mi prontitud y disciplina, y me dio un buen chocolate con
colaciones. Estábamos en esas cuando llegó, muy agitado, nuestro pariente y
amigo don José María Carbonell, diciendo que a don José González Llorente le
habían dado una paliza fenomenal, y que la muchedumbre andaba cazando ahora a
un oidor -no recuerdo su nombre-, y que ya era hora de poner en movimiento
"la máquina popular". Mi papá estuvo de acuerdo y me dijo:
"Váyase ahorita mismo con José María, obedézcalo en todo, no se separe de
él y pórtese bien. Ahora es usted un ciudadano y un patriota". Me miró a
los ojos con mucho cariño y me dio una palmada en el hombro. Yo le besé las
manos y me fui con Carbonell, que parecía un torbellino. Nos trepamos por la
Candelaria, hasta el barrio de Egipto, y Carbonell alborotó allí a más de dos
mil personas que se bajaron hasta la Plaza Mayor con palos y picas y piedras y
cuchillos. Después corrimos hasta San Victorino y de ahí trajimos a tres mil
energúmenos dispuestos a desbaratar el Reino a patadas. Lo mismo hicimos en el
barrio de Las Nieves. En suma, nos recorrimos en unas horas todos los huecos de
Santafé donde había pobres y chusma, y a
las seis de la tarde teníamos una muchedumbre
enfurecida en la Plaza Mayor, varios oidores presos, los chapetones
escondidos en los entretechos de sus casas y los criollos repartiendo órdenes,
contraórdenes y desórdenes. Lo demás ya lo conocen ustedes, porque fueron a la
escuela y ahí les echaron el cuento completo. Sabrán, por lo tanto, que
mientras José María Carbonell alborotaba a los artesanos, peones y obreros, don
Francisco Morales, cumpliendo órdenes del doctor Azuero Plata, comunicaba al cuartel
del Regimiento Auxiliar la noticia de los alborotos y lograba que el jefe de
dicha fuerza, don José Moledo, se uniera con su batallón a las fuerzas patriotas. Entretanto, los criollos más
notables se autodesignaron con el título de tribunos o portavoces del pueblo, y
en nombre del pueblo enviaron emisarios
al virrey con la petición de que permitiera realizar de inmediato un Cabildo
Abierto. El virrey, señor Amar, terco y porfiado como un ladrillo gallego, se negó repetidas veces
a conceder el permiso y al promediar la tarde, con torpe arrogancia, recibió al
último de los comisionados, don Ignacio de Herrera, con la tajante expresión
"¡Ya he dicho!" y luego le volvió la espalda de manera insultante. Yo
estaba ya de regreso en mi casa cuando llegó allí un mensajero con el cuento de
lo que había dicho el virrey. Mi papá, alarmado, comentó: "Eso quiere
decir que el señor Amar se propone aplastarnos a sangre y fuego". Pero a los cinco minutos llegó otro mensajero
con la información de que don Juan Sámano le había pedido autorización al
virrey para sacar las tropas regulares a la calle a fin de restablecer el orden
a balazos y que el virrey le había negado ese permiso y en cambio le había
ordenado mantenerse quieto en su cuartel. Al oír esta noticia, mi papá se
quedócomo atontado y uno de los criollos presentes, no recuerdo cuál de ellos,
dijo con una sonrisa: "Eso quiere decir que el señor Amar es bobo de
remate, y que ahora podemos hacer lo que se nos dé la gana". Dicho y
hecho. Los miembros del Cabildo y los notables criollos decidieron realizar el
Cabildo Abierto sin la licencia del virrey y comenzaron a enviar las
citaciones, a convocar a la muchedumbre que recorría las calles, enardecida y
furibunda, y a organizar los piquetes de vigilantes y activistas. A las cinco
de la tarde, una horda de lagartos, aduladores, tinterillos, chismosos,
oportunistas y sapos de todos los colores, llegaron donde el señor virrey a
contarle que los criollos iban a pasar por encima de su autoridad. El señor
virrey dijo entonces:
- "He dicho que no habrá cabildo sin mi
permiso. Si son tan subversivos que se atreven a hacerlo, entonces les doy
permiso para que hagan Cabildo Extraordinario".
Cuando la muchedumbre alborotada oyó esto, la
carcajada fue inmensa y toda la revolución estuvo a punto de fracasar, porque
la gente se desmayaba de la risa. La seriedad revolucionaria se restableció
cuando don José Acevedo y Gómez se trepó a un balcón y gritó con todas sus
fuerzas:
- "¡Esta vaina no es una fiesta, carajo!
¡Con semejante indisciplina es imposible organizar el desorden! ¡Si dejamos
pasar este momento de verraquera, si no aprovechamos la papaya que nos están
dando, antes de doce horas los chapetones nos van a hacer comer mierda a todos
juntos!" Esta es la frase inmortal que, por respeto a las señoras, las
señoritas y los niños, la historia oficial ha registrado así:
- "¡Si perdéis
este momento de efervescencia y calor, si dejáis escapar esta ocasión única y
feliz, antes de doce horas seréis tratados como insurgentes!"
Sea como fuere, el
pueblo quedó tan impresionado con la vibrante elocuencia de don José Acevedo y
Gómez, que desde ese mismo momento lo bautizó con el apodo de El Tribuno del
Pueblo . A las seis de la tarde una inmensa multitud llenaba la Plaza Mayor y
todas las calles adyacentes. Todas las campanas tocaban a rebato. La guardia de
la cárcel intentó hacer una salida contra el pueblo, pero fue desarmada y
bombardeada con piedras, tomates, verduras, huevos podridos, escupitajos y toda
clase de insultos por las gloriosas masas revolucionarias que con abnegación y
heroísmo dieron así una prueba suprema de patriotismo inmortal. Los pobres guardias, molidos a palo
y cubiertos de saliva proletaria, fueron encerrados en la misma cárcel que
debían guardar. A las seis y cuarto, más o menos, comenzó a sesionar el
Cabildo Extraordinario, como decía el
ridículo permiso del virrey. Yo estaba en la plaza, al lado de mi papá y de
José María Carbonell, y ví que éste último
hacía una seña a un vecino notable, quien de inmediato pidió la palabra
y propuso que se eligiera por aclamación a don José Acevedo y Gómez como
Tribuno del Pueblo. Así se hizo, con ruidosa aprobación de la muchedumbre.
Alguien señaló entonces que la muchedumbre no podía votar porque el Cabildo era
Extraordinario y no Abierto, y por lo tanto no era permitida la votación
general. Don José Acevedo y Gómez dijo entonces: "¡Pues que la asamblea se
constituya en Cabildo Abierto, y que el Cabildo Extraordinario se vaya al
diablo!". Y así se hizo. Acto seguido, don José Acevedo y Gómez volvió a
tomar la palabra y exigió, en nombre del pueblo, que se designara una Junta
encargada de asumir el mando, y que cada uno de sus miembros debía ser aclamado
por el pueblo. En ese momento llegó un
mensajero diciendo: "Que el señor virrey manda decir que él se ofrece a
ser el presidente del Cabildo". Esto produjo otro despelote de risas y
carcajadas. Don Ignacio de Herrera le dijo al mensajero: "Vaya y dígale al
señor virrey que ya es tarde". A todas estas, yo me mantenía callado y
serio observando los acontecimientos. A pesar de toda la euforia popular y de
las expresiones de entusiasmo de mi papá y de todos los notables, yo estaba
triste. José María Carbonell me preguntó: "¿Qué te pasa, muchacho? ¿No te
gusta ver el nacimiento de una
Patria?". Yo le contesté: "Sí, me gusta, pero me da tristeza pensar
en el señor Llorente. Él es una buena persona, y hoy lo hemos maltratado todos
de la manera más horrible. Me da pena y vergüenza". Carbonell se quedó
mirándome fijamente, con esos enormes ojos negros que tenía, y me dijo:
"Tienes razón. Mañana iremos juntos a la cárcel y le llevaremos comida,
ropa y algunos libros".
Fue así como supe que
al pobre don José González Llorente lo habían metido en el calabozo después de
apalearlo, insultarlo y ultrajarlo. Ya nunca más volvería a tener su tienda
bien surtida, ni me acariciaría la cabeza cuando yo fuera a comprar tabacos
para mi papá, ni saludaría a los vecinos con esa voz ronca y tranquila que
tenía. Ya nunca más volveríamos a verlo
en su peregrinación dominical a la iglesia, muy compuesto, con su mujer,
su suegra y sus once cuñadas, sus hijos y sus sirvientes. Sentí un sabor amargo
debajo de la lengua. Y más detalles de ese día no les puedo dar, porque me fui
para la casa. Después supe que se había formado la Junta, que se había obligado
a los militares a jurar obediencia al nuevo gobierno, que el virrey Amar había
tenido que ceder a todas las exigencias de los patriotas, que se había dado
libertad al canónigo Rosillo, quien desde hacía meses estaba preso por
conspirador, y que cuando los miembros de la Junta fueron a visitar al señor
Amar al palacio virreinal, se le dio orden a la guardia de presentar las armas
"ante el pueblo soberano". Yo lamenté no haber visto eso personalmente,
porque esa vez, el 21 de julio de 1810 por la mañanita, fue la primera ocasión
en la historia de Colombia que se usó la expresión "el pueblo
soberano" de manera pública, abierta y oficial. Parece también que ha sido
la única vez que se respetó el significado de esa expresión. Pero esa es otra
historia. Solamente les quiero contar, para terminar con este relato, que
algunos meses más tarde salió del calabozo donde los criollos lo habían
encerrado, aturdido, humillado y desconcertado, don José González Llorente. Se
fue para La Habana, en compañía de sus
trece mujeres sollozantes y de tres
sirvientes y un perro, y desde allí mandaba a veces cartas preguntando
por qué lo habíamos tratado tan mal.
Nadie le contestó nunca y no se le volvió a ver por aquí. Años más tarde visité
en la cárcel a Caldas pocas horas antes de que lo fusilaran. "Ahora -me dijo- es el
momento de usar la O larga y negra partida". Y agregó: "Espero que
hayas aprendido algo útil en estos años que hemos estado haciendo Patria".
Yo le contesté, pensando en don José
González Llorente, en sus trece mujeres, en su perro, en sus sirvientes
y en sus hijos: "Si, he aprendido que para hacer una Patria nueva hay que
cometer infamias".
Caldas sonrió
amargamente y me dió un abrazo muy largo y apretado, y yo le dejé una lágrima
rodando por la manga de su camisa desabrochada. No pudimos hablar más. Al
amanecer lo fusilaron y le cortaron la cabeza.
Estocolmo, julio de 1996.
© Carlos Vidales
No hay comentarios:
Publicar un comentario