miércoles, 17 de octubre de 2018

Alquimia del verbo - Arthur Rimbaud



Delirios II  - Alquimia del verbo (Arthur Rimbaud)

A mí. La historia de una de mis locuras.


Desde hace largo tiempo me jactaba de poseer todos los paisajes posibles, y me resultaban irrisorias las celebridades de la pintura y de la poesía moderna.
Yo amaba las pinturas idiotas, arriba de las puertas, los decorados, los lienzos de saltimbanquis, los letreros, las iluminaciones públicas; la literatura anticuada, el latín de la iglesia, los libros eróticos sin ortografía, las novelas de nuestras abuelas, los cuentos de hadas, libritos de la infancia, las óperas viejas, los estribillos cursis, los ritmos ingenuos.
Fantaseaba con cruzadas, viajes de descubrimientos de los cuales no hay crónica alguna, repúblicas sin historia, guerras religiosas asfixiadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en todos los sortilegios.
¡Inventé el color de las vocales! - La A negra, la E blanca, la I roja, la O azul, la U verde. Regulé la forma y el movimiento de cada consonante, y, con ritmos instintivos, me complacía al inventar un verbo poético accesible, un día u otro, con todos los sentidos. Tenía reservada la traducción.
Esto fue abordado sólo como un estudio. Escribía silencios, noches, captaba lo inexpresable. Petrificaba vértigos.
Alejado de aves, rebaños, muchachas
/pueblerinas,
¿Qué bebía de rodillas en aquel brezo
Circundado por bosques tiernos de
avellanos,
En la niebla de la tarde tibia y verde?

¿Qué podía beber en aquel joven Oise,
- ¡Olmos sin voz, hierba sin flores, cielo
cubierto!-
Beber de aquellos recipientes amarillos,
lejos de mi cabaña
¿Querida? Algún licor de oro de los que
hacen sudar.

Parecía un letrero sospechoso de albergue.
- Una tempestad vino persiguiendo al cielo.
En el crepúsculo
El agua del bosque se perdía en las arenas
vírgenes,
El viento de Dios tiraba témpanos a los
charcos;

Llorando, yo veía el oro - y no pude
beber.-

A las cuatro de la mañana, en el estío,
El sueño del amor todavía resiste.
Bajo los arbustos se evapora
El aroma de la fiesta crepuscular.

Allá, en su vasto taller
Bajo el sol de las Hespérides,
Se agitan ahora -en mangas de camisa-
Los carpinteros.

En sus Desiertos de musgo, tranquilos,
Preparan los preciados revestimientos
Donde la urbe
Impostará falsos cielos.

Oh, por estos Obreros encantadores,
Súbditos de un rey de Babilonia,
¡Venus! apártate un instante de los
amantes
Y de sus almas coronadas.

Oh Reina de los pastores,
Llévale a los trabajadores el
aguardiente,
Para que descansen sus fuerzas
Esperando el baño en el mar del
mediodía.

La antigüedad poética tomó buena parte de mi alquimia del verbo.
Me habitué a la alucinación simple: veía, verdaderamente una mezquita en el lugar de una fábrica, una escuela de tambores integrada por ángeles, carruajes sobre las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de vodevil exhibía espantosidades delante de mí.
¡Después expliqué los sofismas mágicos con la alucinación de las palabras!
Acabé por juzgar sagrado el desorden de mi espíritu. Estaba ocioso, presa de una fiebre agotadora: envidiaba la felicidad de los animales, - ¡a las orugas, que representaban la inocencia de los limbos, a los topos, el sueño de la virginidad!
Mi carácter se volvía agrio. Le decía adiós al mundo con ciertas especies de romances:

Canción de la torre más alta
Que venga, que venga,
El tiempo de estar encendido.
Fui tan paciente
Que para siempre olvidé.
Miedos y sufrimientos
A los cielos han partido.
Y y la sed malsana
Oscurece mis venas.
Que venga, que venga,
El tiempo de estar encendido.

Igual que la pradera,
Llbrada al olvldo
Grandiosa y florecida
De incienso y cizaña,
Bajo el repiqueteo feroz
De las moscas mugrientas.

Que venga, que venga,
El tiempo de estar encendido.

Amé el desierto, los vergeles arruinados, las tiendas desvaídas, los brebajes tibios. Trajinaba por las callejas fétidas y, con los ojos cerrados, me entregaba al sol, dios del fuego.
General, si aún sobrevive un viejo cañón sobre tus murallones en ruinas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡A las vidrieras de los espléndidos negocios! ¡A los salones! Haz masticar su polvareda a la urbe. Oxida las gárgolas. Ensucia los tocadores con polvo de rubí ardiente ...
¡Oh, el mosquito embriagado del meadero del albergue, enamorado de la borraja, y que es disuelto por el rayo!

Hambre
Si tengo gusto por alguna cosa
Es por la tierra y las piedras.
Siempre me alimento del aire,
De las rocas, de los carbones, del hierro.

Hambres mías, giren. Pasten, hambres,
El prado de los sonidos.
Atraigan el veneno gozoso
De las enredaderas.

Carcoman los pedruscos
resquebrajados,
Las viejas piedras de iglesias,
Los guijarros de viejos diluvios,
Panes sembrados en los valles grises.

El lobo aullaba bajo las hojas
Desechando las bellas plumas
De su banquete de aves:
Como él me consumo.

Las verduras, las frutas
Esperan la cosecha,
Pero la araña del cerco
No come sino violetas.

¡Que yo me duerma! que yo hierva
En los altares de Salomón.
El caldo irrumpe sobre la herrumbre
Y se mezcla con el Cedrón.

Finalmente, oh dicha, oh razón, descarté del cielo el azur, que integra lo negro, y viví, como un destello de oro de la luz natural. Por el gozo, asumí una expresión tan bufonesca y extraviada como era posible:

¡Ha sido recuperada!
¿Qué? La eternidad.
Es el mar mezclado
Con el sol.

Alma mía eterna,
Cumple tu promesa
A despecho de la noche solitaria
Y el día ardiente.

¡Te deshaces, por lo tanto,
De los sufragios humanos,
De los arrebatos comunes!
Vuelas según ...

Jamás la esperanza.
Nada nacerá.
Ciencia y paciencia,
El suplicio es seguro.

No más días siguientes,
Brasas de satén,
El ardor de ustedes
Es el deber.

¡Ha sido recuperada!
¿Qué? La eternidad.
Es el mar mezclado
Con el sol.

Devine una ópera fabulosa: vislumbré que en todos los otros pesa una fatalidad de dicha: la acción no es la vida, sino un modo de malgastar cualquier fuerza, un enervamiento. La moral es la debilidad del cerebro.
A cada uno de los otros, muchas otras vidas me parecían destinadas. Ese señor no sabe lo que hace: es un ángel. Esa familia es una descendencia de perros. Delante de muchos hombres, conversé muy alto con un momento de una de sus otras vidas. De este modo, amé a un cerdo.
Ninguno de los sofismas de la locura, -la locura que nos enferma- está olvidado para mí: podría repetirlos todos, tengo un sistema.
Mi salud fue amenazada. El terror me sobrecogía. Me sepultaba en sueños durante muchos días, y, levantado, continuaba con sueños más tristes. Estaba preparado para la mutación, y por una ruta de peligros mi debilidad me guiaba a los confines del mundo y de la Cimeria, patria de la sombra y de los torbellinos.
Debí viajar, distraer los encantamientos ensamblados sobre mi cerebro. Sobre el mar, que yo amaba como si él debiera limpiar mis manchas, veía elevarse la cruz consoladora. Yo había sido condenado por el arco iris. La dicha era mi fatalidad, mi remordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre demasiado inmensa para hacerla devota de la fuerza y de la belleza.
¡La dicha! Su dentellada, dulce a morir, me advertía al canto del gallo, - ad matutinum (A la mañana), a la hora del Christus venit (Cristo llega), - en las urbes más sombrías:

¡Oh estaciones, oh castillos!
¿Qué alma existe sin defectos?
Hice el estudio mágico
De la Dicha, que ninguno evita.

Salud a él, cada vez
Que cante el gallo galo.

¡Ah! No tengo más envidia:
Él se hizo cargo de mi vida.

Este encanto atrapó alma y cuerpo
Y dispersó los esfuerzos.
¡Oh estaciones, oh castillos!

La hora de su huida, ¡ay!
Será la hora de la mutación.
¡Oh estaciones, oh castIllos!

Todo esto ha pasado. Sé hoy saludar a la belleza.


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