Para acabar con los regímenes de
bajas calorías
Reflexiones de un sobrealimentado
(Después de leer a
Dostoievsky y una nueva revista de dietética durante el mismo viaje en avión.)
Soy gordo. Soy
asquerosamente gordo. Soy el ser humano más gordo que conozco. Lo único que
tengo es exceso de peso en todo el cuerpo. Tengo los dedos gordos. Tengo las
muñecas gordas. Mis ojos son gordos. (¿Puedes imaginar ojos gordos?) Tengo
muchos kilos de más. Se desparrama la carne sobre mí como el chocolate caliente
encima de un helado. Mi cintura es motivo de asco para todos los que me miran.
No hay la más mínima duda, soy lo que se dice un montón de grasa. Quizá,
pregunte el lector, ¿hay ventajas o desventajas en tener forma de planeta? No
es mi intención hacerme el gracioso o hablar con paradojas, pero debo contestar
que la gordura en sí está por encima de la moral burguesa. Simplemente se trata
de gordura. Que la gordura pueda tener un valor en sí, que la gordura pueda
ser, pongamos por caso, mal vista o lamentable, es, por supuesto, una broma.
¡Qué absurdo! Porque, después de todo, ¿qué es la gordura si no una acumulación
de kilos? ¿Y qué son los kilos? Simplemente un compuesto agregado de células.
¿Acaso una célula
puede ser moral? ¿Está una célula más allá del bien y del mal? ¿Quién sabe?
¡Son tan pequeñas! No, amigo, jamás debemos tratar de distinguir entre una
gordura buena o mala. Debemos acostumbrarnos a considerar al obeso sin emitir
juicios, sin pensar: «la gordura de este hombre es una gordura de primera
categoría» o «la de este pobre diablo es lamentable».
Consideremos el
caso de K. Era un tipo porcino hasta el punto de que no podía pasar por el
marco normal de una puerta sin la ayuda de una palanca. Es cierto que a K. no
se le ocurría pasar de una habitación a otra en una vivienda convencional sin
desnudarse antes completamente y luego untarse con mantequilla. Imagino los
insultos que debe de haber sufrido K. por parte de pandillas de jóvenes
groseros. ¡Con qué frecuencia deben haberle llamado a gritos «globo terráqueo»
o «ballena»! ¡Qué humillación debió ser para él que el gobernador de su estado
se dirigiera a él, en la víspera de la fiesta de San Miguel, y le interpelara
delante de los dignatarios «¡Usted, el
gordo, esa inmensa olla de canelones!».
Entonces, un día,
cuando K. no pudo ya soportar esa situación, se puso a régimen. ¡Sí, a régimen!
Primero sacrificó los dulces. Luego, el pan, el alcohol, las féculas, las
salsas. En suma, K. sacrificó el relleno que hace que un hombre no pueda atarse
los zapatos sin la ayuda de los Hermanos Santini. Poco a poco empezó a
adelgazar. Cayeron los pliegues de carne de los brazos y de las piernas. Y allí
donde había parecido como un gato castrado, ahora, de pronto, aparecía normal.
Sí, incluso atractivo. Parecía el más feliz de los mortales.
Digo «parecía»,
porque, dieciocho años más tarde, cuando estaba con un pie en la tumba y la
fiebre le convulsionaba el delgado esqueleto, se le oyó decir: «¡Mi gordura!
¡Que me devuelvan mi gordura! ¡Oh, por favor! ¡Quiero mi gordura! ¡Oh, que
alguien me regale un poco de peso! ¡Qué tonto he sido! ¡Abandonar mi gordura!
¡Debo haber caído en las garras del Demonio!».. Pienso que la moraleja de la
historia es obvia.
Ahora, quizás el
lector esté pensando: «¿Por qué, si eres más obeso que un cerdo, no te has
metido en un circo?». Porque (y lo confieso con no poca vergüenza) no puedo
salir de casa. No puedo salir porque no puedo ponerme los pantalones. Mis
piernas son demasiado gordas. Son el resultado viviente de la absorción de
tanto corned-beef como el que hay en La Pampa. Diría que alrededor de doce mil sandwiches
por pierna. Y no todos de carne magra, aunque así los pedí. Una cosa es cierta:
si mi gordura hablara, quizás hablaría de la inmensa soledad del hombre... con,
¡oh!, tal vez unas indicaciones adicionales para la confección de barquitos de
papel, pero eso ya no es tan seguro. Cada gramo de mi cuerpo desea con todas
sus fuerzas enviar un mensaje al mundo. Mi gordura es una gordura extraña. Ha
visto de todo. Sólo mis pantorrillas han vivido ya toda una vida. La mía no es
una gordura feliz, pero es real. No es una gordura falsa. Lo peor que puedes
tener es una gordura falsa, aunque no sé si aún está a la venta.
Pero déjame decirte
cómo pasé a ser gordo. Porque no siempre fui gordo. La Iglesia me ha hecho así.
En un tiempo era delgado, bastante delgado. De hecho, tan flaco que llamarme
gordo hubiera sido un evidente error de percepción. Seguí flaco hasta el día (pienso
que fue cuando cumplí veinte años) en que estaba tomando té y bizcochos con un
tío mío en un buen restaurante. De improviso mi tío me sorprendió con una
pregunta: «¿Crees en Dios? Si crees en El, ¿cuánto crees que pesa?». Después de
estas palabras, aspiró de su cigarro una profunda y prolongada bocanada y, con
ese modo intimista y confiado que cultivaba, prorrumpió en un ataque de tos tan
violento que pensé que sufriría una hemorragia.
—No creo en Dios
—le dije—, porque, si existe un Dios, entonces, dime, tío, ¿por qué existe la
pobreza y la calvicie? ¿Por qué algunos hombres pasan por la vida inmunes a mil
enemigos mortales de la especie y otros pescan unas gripes que duran semanas
enteras? ¿Por qué tenemos los días contados y no clasificados por orden
alfabético? Contéstame, tío. ¿O es que te he dejado perplejo?
Sabía que estaba a
buen resguardo porque no había nada que pudiera sorprender a ese hombre. Habría
podido haber visto sin chistar cómo los turcos violaban a la madre de su
maestro de ajedrez. El incidente le hubiera parecido divertido aun cuando
encontrase que le había hecho perder demasiado tiempo.
—Querido sobrino
—me dijo—, hay un Dios, pese a lo que piensas, y El está en todas partes. ¡Así
es! ¡En todas partes!
—¿En todas partes,
tío? ¿Cómo puedes decir eso cuando ni siquiera sabes seguro que existe? Es
verdad que en este momento te estoy tocando la verruga, pero ¿acaso no podría
tratarse de una ilusión? ¿Acaso toda la vida no podría ser una ilusión? Por
cierto, ¿no existen acaso ciertas sectas de santones en Oriente que están
convencidos de que nada, existe fuera de sus mentes con la excepción de la
marisquería de la esquina? Simplemente, ¿no será que estamos solos y a la
deriva, sin esperanza de salvación ni la menor posi¬bilidad de nada, salvo la
miseria, la muerte, y la vacía realidad de la nada eterna?
Pude comprobar que
le había causado una profunda impresión con mi discurso porque me dijo:
—¿Y aún te
sorprendes de que no te inviten a más fiestas? ¡Es que llevas un morbo encima
que asusta!
Me acusó de
nihilista y luego dijo en ese tono sentencioso que adoptan los viejos:
—Dios no siempre
está donde uno lo busca, pero te aseguro querido sobrino, que El está en todas
partes. En estos bizcochos por ejemplo.
Con esas palabras,
se retiró dejándome su bendición y con un cuenta que parecía la lista de
víveres de un portaaviones.
Regresé a casa
preguntándome lo que había querido decir con esa simple declaración: «El está
en todas partes. En estos bizcochos, por ejemplo». Mareado y de mal humor, me eché
en la cama y dormí una corta siesta. En ese momento, tuve un sueño que me
cambió la vida para siempre. En el sueño, yo caminaba por el campo cuando, de
pronto, me daba cuenta de que tenía hambre. Estaba muerto de hambre, si
prefieres. Llegué a un restaurante y entré. Pedí un sandwich caliente de
roast-beef y una ración de patatas fritas. La camarera, que se parecía a mi
portera (una mujer absolutamente insípida que recuerda un montón de líquenes
peludos), me insinuó que pidiera una ensaladilla de pollo que no parecía recién
hecha. Mientras conversaba con esa mujer, ella se convirtió en un juego de
cubiertos de veinticuatro piezas. Me puse histérico de risa, de pronto me
deshice en lágrimas
y pesqué una seria infección en el oído. La habitación se inundó de un brillo
radiante y vi que se aproximaba una figura fulgurante en un corcel blanco. Era
mi callista y caí al suelo convulsionado por un sentimiento de culpabilidad.
Así fue mi sueño.
Me desperté con una tremenda sensación de bienestar. De improviso, me sentí
optimista. Todo estaba claro. Las palabras de mi tío repercutieron en lo más
profundo de mi ser. Me dirigí a la cocina y empecé a comer. Devoré todo lo que
había a la vista. Pasteles, panes, cereales, carne, frutas. Chocolates
suculentos, verduras con salsa, vinos, pescado, cremas y pastas, merengues y
salchichas, superando con mucho los sesenta mil dólares. Si Dios está en todas
partes, había sido mi conclusión, entonces también está en la comida. Por
consiguiente, cuanto más tragara, más santo sería. Llevado por este nuevo
fervor religioso, me cebé como un condenado. En seis meses, era el más santo de
todos los santos, con un corazón completamente dedicado a la oración y un
estómago que, él sólito, cruzaba la frontera estatal. La última vez que me vi
los pies fue una mañana de martes en Vitebsk, aunque, según creo, aún están
allí abajo. Comí y comí y crecí y crecí.. Adelgazar hubiera representado la
peor de las locuras. ¡Hasta un pecado! Porque, cuando perdemos diez kilos,
querido lector (y supongo que no tienes mis dimensiones), ¡quizás estemos
perdiendo los mejores diez kilos que tenemos! Quizás estemos perdiendo los
kilos que contienen nuestro genio, nuestra humanidad, nuestro amor y nuestra
honradez. (Excepto en el caso de un inspector que conozco que sólo perdió unos
pocos michelines alrededor de la cin¬tura.)
Sé muy bien lo que
vas a decirme. Dirás que esto está en completa contradicción con todo, sí, con
todos los principios que antes enuncié. ¡De pronto, va y atribuyo valores a
esta carne nuestra que no es más que eso: carne! Sí, ¿y qué? ¿Acaso la vida no
está hecha de ese mismo tipo de contradicciones? La opinión que uno tenga de la
gordura puede cambiar del mismo modo que cambian las estaciones, que se nos
cambia el pelo, que cambia la misma vida. Porque la vida es cambio y la gordura
es vida y la gordura también es muerte. ¿No te das cuenta? ¡La gordura lo es
todo! A menos, por supuesto, que tengas demasiada.
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